lunes, 30 de noviembre de 2009

Barro y corazón (De arcillas, lágrimas y deseos)

Cada noche entraba y cerraba la puerta tras de si. En el pequeño estudio de la buhardilla sólo había una ventana. Al otro lado, el viento del otoño que arañaba el cristal, las calles de aquella aldea junto al mar, y un desfile de hojas muertas que se mecían al azar sobre aceras adoquinadas de silencio. Colgado de la pared, un reloj con sus manillas que avanzaban dando espasmos. En la cama, sábanas sucias, una almohada y soledad. Sobre la mesa de madera, tabaco, la caja de cerillas y una taza con algunos posos de café. Entre sus manos, barro y corazón. Y sobre el plinto, estaba ella. Ella, que le miraba con sus ojos inertes cada vez que entraba en el pequeño estudio de la buhardilla y cerraba la puerta tras de si. Ella, a la que todavía no se atrevía a dar un nombre. El se quitaba la boina y colgaba su viejo abrigo en el perchero. Se quedaba un rato contemplándola desde la puerta recién cerrada. Le compraba colgantes de conchas marinas, pulseras de coral, espejitos de latón. A veces le hablaba, le susurraba promesas al oído. Y ella le escuchaba en silencio. Cada noche, el se colocaba cuidadosamente frente al plinto. Sus manos se deslizaban por la arcilla, modelándola y sintiendo su humedad. Cada pliegue de su cuerpo debía ser como el la quiso imaginar. Tendría los brazos de una bailarina, la piel tan desnuda como una ola de mar, las piernas que soñaría con estrenar una sirena si, alguna vez, se aventuraba a caminar sobre tierra seca para catar el sabor de los besos sin sal. Tendría los pechos de la diosa Afrodita, los cabellos largos y ondulados, el rostro de una ninfa sin maquillaje. Al rayar el alba volvía a contemplarla desde el colchón. A veces sonreía mientras soñaba con poder oírla un día suspirar y llamarle por su nombre. Tal vez podría entonces, poco a poco, enamorarla. Pero le dolía no encontrar vida ni color en aquellos ojos de barro, que sólo revelaban la presencia de un alma de arcilla. Algunas noches, antes de dejarse vencer por el cansancio, no podía evitar echarse a llorar. Y la almohada se quedaba empapada por sus lágrimas. Lágrimas de soledad.

Pasó el tiempo. En el pequeño estudio de la buhardilla seguía estando la misma ventana. Al otro lado, el viento del invierno que arañaba el cristal, las mismas calles de aquella aldea junto al mar, y un desfile de copos de nieve que se mecían al azar sobre aceras adoquinadas de escarcha. Aquella noche terminó, por fin, su escultura. Se quedó un rato mirándola con ternura, y la besó dulcemente, poniendo el alma en los labios. Se quedó dormido sobre la mesa de madera, con las velas encendidas. Le despertó una ráfaga de viento helado, que abrió de un golpe la ventana, se coló en el pequeño estudio, apagó las velas y detuvo las manillas del reloj. El se levantó y cerró la ventana. Mientras aseguraba el cierre creyó escuchar como una voz susurraba débilmente su nombre a sus espaldas. Cuando se dio la vuelta pudo verla. Ella le miraba desde el plinto, con los brazos extendidos. Había lágrimas en sus ojos. Había en ellos vida y color. El la sostuvo entre sus brazos, y se sintió frágil cuando ella le estrechó contra su pecho. Sus bocas se buscaron, se besaron con pasión, y al beberse de un trago su aliento, el pudo catar el sabor de un alma de carne y hueso. Se amaron sin tregua al abrigo del colchón, susurrándose al oído promesas pintadas con suspiros intermitentes, con palabras entrecortadas. Después se abrazaron, empapados en sudor, y se echaron a llorar.

Una semana después algunos hombres del pueblo, preocupados por la ausencia del escultor, echaron abajo la puerta del pequeño estudio de la buhardilla. Sobre la cama encontraron una escultura de barro que representaba a dos amantes fundiéndose en un abrazo. La almohada estaba empapada. Hubieran jurado que aquellas estatuas lloraban. Que en el horizonte de aquellos ojos, que parecían vivos, despuntaban lágrimas. Lágrimas de felicidad.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Extremadura (De carreteras, reencuentros y nuevos mundos)


Llegué a Trujillo a media mañana. Era un careo pendiente con aquellos horizontes desde hace tiempo, después de una larga ausencia en la que bastante tuve con las páginas de algunos libros y apuntes. Atrás quedaban tres horas de carretera y manta, de largas cabezadas sazonadas por los últimos versos de Sabina, que los auriculares susurraban en mis oídos. Tambien una noche en vela, temiendo no escuchar la alarma y quedarme en tierra. Un café de carretera me acabó de despertar mientras pensaba que aquel era el pueblo de Pizarro y que, efectivamente, algunos pastores de ojos tristes pueden ver cumplidos sus sueños de convertirse en príncipes. Un par de días me bastaron para reconciliarme con Emerita (ya no se llamarla de otra forma) gracias a los reencuentros, a algunas sonrisas que se quedaron tatuadas en mi pecho y a un paseo por la ribera del Guadiana, con sus orillas preñadas de otoño. Mesas con manteles de papel sobre las que surgieron nuevos proyectos, sobre las que pasé buenos ratos y escribí algunas postales. La carretera que lleva hasta Cáceres sigue, mas o menos paralela en algunos tramos, el recorrido de la Via de la Plata, y yo navegué sobre el asfalto sin velas ni remos, pero con canciones de Barricada sonando en la radio. Al otro lado del cristal, el mar era el llano extremeño, rasgándose la ropa por un noviembre soleado, que dejaba ver sus reflejos sobre los castaños e higueras que amenizaban la planicie. Cáceres desborda calma por sus cuatro costados, con sus iglesias, sus muros de piedra, su Palacio de las Veletas, su Casa del Sol y un bulevar del que no recuerdo el nombre, pero que me hizo caer en la tentación de retratarlo. En Medellín hay un castillo encaramado a una colina desde la que se domina toda la comarca de las Vegas Altas, un horizonte colmado de encinas, robles y llanuras. Desde la plaza del pueblo, la estatua de Cortés se yergue sobre un pedestal a cuyos pies se amontonan las armas de Tlaxcala, México, Tabasco y Otumba. Dejando de lado la parafernalia patriótica y la simpleza de una mole de metal, fría e inexpresiva, todo aquello me hizo pensar en que para algunos no bastaron los horizontes a los que les unían sus raíces porque sus sueños les impulsaron a buscar Nuevos Mundos. Y una vez llegados a sus costas, no se olvidaron de quemar las naves, asegurándose así de no caer en la tentación de abandonar y dar media vuelta. Me di cuenta de que yo tambien sueño con nuevos mundos, aunque eso sí, con minúsculas. Porque los sueños que me nutren distan mucho de grandes empresas y ambiciones materiales. Mis pequeños y sencillos sueños tienen mas que ver con saber crecer, con fines que no van mas allá de lo personal, con modestas alegrías. Porque los verdaderos tesoros, los mas valiosos, siempre están en el interior, en las pequeñas cosas y esperanzas cotidianas. Pero hay que saber verlos. Me bastará con las riquezas que me aporte todo lo vivido. De este viaje me traigo nuevas ilusiones y proyectos, apuntes para alguna historia que tengo en el tintero y un plano a color que habrá de decorar la pared de mi cuartito en el exilio, cuando encalle al fin en las costas de mi pequeño nuevo mundo. Y tambien la certeza de saber que, después de todo, mis sueños siguen intactos.

Toscana (De nubes, trenes y ventanillas)


Aterricé en Roma con el tiempo justo para volver a un pequeño café de la via Marsala y comprar un billete de tren. Los andenes de Termini seguían exactamente igual que aquella lejana tarde de enero que me vio llegar con varias maletas a cuestas, con la certeza de estar viviendo un sueño. Pensaba en ello mientras el tren que me llevaba al norte se alejaba tímidamente de la ciudad, dejando a sus espaldas mis recuerdos. Al llegar a Arezzo me recibió la luz intensa de una tarde que se escapaba entre las hojas de árboles vestidos de otoño. Estuve un rato esperando a un autobús mientras mis compañeros de andén fumaban pensando en Piero della Francesca. Recordaré siempre este viaje por el desfile de horizontes que veía pasar al otro lado de la ventanilla. Porque desde el autobús, desde el coche, desde el tren, siempre había una ventanilla desde la que drogarme con los paisajes que se extendían al otro lado del cristal, que iban, poco a poco, quedando atrás. Recordaré siempre esos tonos ocres, ese verde tan intenso que se bebía de un trago mis miradas. Hubo sonrisas, hubo lágrimas, hubo abrazos. Una copa de Chianti que me rozó el alma desde el paladar, el olor a jazmín que me hacía cerrar los ojos, el tacto de mis pasos recorriendo algunas calles pavimentadas de latidos. Siena me dejó mudo, o mas bien, con la extraña sensación de que a veces sobran las palabras. En Lucca me dolieron las nostalgias, las certezas, o quizás algunos trenes que perdí, que partieron con retraso. En San Gimignano me subí a una torre desde la que pude ver como las chimeneas escupían nubes en lugar de hollín. Pero fue en Florencia donde tuve aquellas nubes mas a mano. En la cima del Belvedere se encuentra la basílica de San Miniato. Los florentinos dicen, citando el Génesis, que aquella colina no es ni mas ni menos que las puertas del cielo (Haec est porta Coeli) Y pude comprobarlo desde allí arriba, mientras veía como el Arno partía en dos la ciudad, mientras contemplaba la hermosa silueta de la cúpula del Duomo recortándose sobre un cielo recién pintado. De vuelta, me traje en la maleta algunas postales, algunos recuerdos, todos esos paisajes que brillaban tras la ventanilla, ese color verde con el que dar algunas pinceladas a mis sueños cuando, al apagar las luces, mi cuarto queda sumido en la oscuridad. Pero, sobre todo, me traje aquel cielo prendido en la mirada. Un cielo intenso, que me servirá para abrirme paso si algún día el horizonte queda tapado por la triste silueta de los edificios, por algunas nubes de hormigón armado.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Intransigencias (De mesas, instintos y abandonos)


Esta mesa parece sucia al roce de la luz del mediodía. Trato de poner en orden mis pensamientos, removiendo esas frases sueltas que voy apuntando en algunas servilletas de papel. He cogido la costumbre de escribir sobre estas rudas superficies de celulosa, tan frágiles, tan desdibujadas, que me recuerdan a mi mismo cayendo en la cuenta de los motivos que me llevan a levar anclas desde algún colchón para buscar refugio en estas cafeterías con olor a vinagre. Yo escribo y escribo, hasta que el servilletero se queda vacío, y la mesa llena de bocetos de poemas, en un vano intento por saldar cuentas con la noche que llevo a cuestas. ¿Será que tengo miedo al vacío? La superficie de madera contrachapada presenta síntomas de horror vacui, recargada con los restos de desayunos y naufragios ajenos, con las cenizas que deambulan con cada golpe de viento. Las palabras se me caen de estas páginas hasta dejarlas en blanco, en una alegoría de la desnudez mas tibia. La que descubro al despertar para vestirme a toda prisa, tratando de no hacer ruido al escaparme de puntillas con cara de fugitivo. Hay también algunas hojas muertas, preñadas de otoño, un cenicero casi vacío, latidos inconsistentes, un pequeño catalejo, una bombilla para el mate, la botella de White Label, un cofre del tesoro que me recuerda a la caja de Pandora, las gafas de John Lennon, un poemario de Baudelaire, algunas notas que descansan después de haber parado la música… Ese estribillo de las gotas de lluvia, de espasmos y gemidos, de mentiras que ocultan tan solo medias verdades. Al fin y al cabo, el sentir tiene sus intransigencias. Apuro mi café con la misma predisposición con la que anoche apuraba la última copa. Echo de menos un atisbo de color entre tanta sombra. Pero este otoño sólo entiende de abandonos, del desquite que supone no olvidarme nunca de dejar el corazón sobre la mesilla de noche antes de enzarzarme en un cuerpo a cuerpo en el que poco, o nada, expresan las palabras sin latidos. En el que no tengo nada que perder. Porque sólo importan los instintos. Algunos besos duelen como puñaladas, pero después de todo, un cuerpo y otro cuerpo no son mas que dos pedazos cuando nos damos cuenta de que, a veces, hacemos el amor casi como un acto reflejo. Quiero pensar que, cuando la primavera irrumpa con sus luces, con sus colores, quedará algo de mi bajo este abrigo, después de que el invierno se haya tomado su revancha. Quiero creer que no me quemará la piel, y que tendrá cuidado al arrancarme de cuajo esta máscara en la que hoy dibujo una cara de cárcel, una inexpresiva sonrisa etrusca que hace las veces de trinchera. Volveré a caer en la cuenta de que no puedo seguir viviendo del aire. Pero ¿qué coño haré si mi ropa no te deja de querer?