martes, 7 de septiembre de 2010

Anatomía de la lluvia (I) (De tormentas, ángeles y charcos)


Llueve. Esas gotas de lluvia son como pequeñas estrellas que caen desde las alturas, suspiros encendidos de este cielo de verano. En mis recuerdos también oigo caer la lluvia. Vuelvo a ver una ciudad envuelta en su traje gris bajo un cielo plateado tras el cual podía intuirse el firmamento. Recuerdo aquellas cartas que escribí junto a una ventana. Mientras me derramaba sobre esas páginas en blanco veía como se empapaba la trastienda de mis sueños, como aquel universo de tejados, aceras y chimeneas se iba poco a poco llenando de charcos. Porque hay veces, mi vida, que tenemos que bebernos esa lluvia ácida mezclada con ibuprofeno. Hay veces que la tormenta se nos viene encima, calando sobre una piel que no sabe hacer de impermeable, llenándonos el alma de goteras. Hoy, sin embargo, vuelvo a ver la poesía que encierran esos mismos arrebatos de lluvia. Versos que en su brevedad nutren la tierra mientras el cielo entero se viste de plata. Charcos como espejos, que a veces nos devuelven la sonrisa, que al fragmentarse bajo nuestros pasos se cuelan tímidamente entre las sandalias para ofrecernos la frescura de su tacto, haciéndonos evocar la caricia de las orillas. Esas gotas de lluvia que arañan los cristales del café son lágrimas del cielo, esa extraña química del rocío que brota de unos ojos libres cuando el alma así lo impone. Y que al derramarse arrastran con ellas algunos sueños, algunos recuerdos, una parte íntima de nosotros mismos, dejando abierto de par en par ese telón tan infinitamente nuestro. Porque no hay horizonte mas sutil que el que se abre tras unos ojos, entre los pliegues de una mirada. Espejos de la inmensidad de un alma. Espejos y lágrimas se quiebran sobre las aceras de Madrid en esta tarde de verano, desvaneciéndose como ráfagas de viento. Pero dejan prendida del aire la estela de su magia, esa fragancia inconfundible que sugiere que esas lágrimas de lluvia que se abalanzan sobre desfiles de paraguas se componen de la misma materia que da forma a los sueños y a los ángeles. Hay quien dice que las tormentas son el llanto de los ángeles, que no pueden evitar llorar por el mundo. Sin embargo, yo pienso que esas lágrimas traen con ellas la emoción de esos seres intangibles que contemplan desde la quietud de sus nubes como la vida hierve aquí abajo. Confieso que hay momentos en los que un ateo no puede ocultar que, pese a todo, todavía sigue creyendo en los ángeles. Se que algunos de ellos se decidieron a tomar partido, cansados de mirar desde las alturas los latidos de un mundo en blanco y negro, lanzándose de cabeza hacia nuestras aceras para compartir los azares de una vida mortal, para poner color en nuestras vidas. Por fuera parecen de carne y hueso, pero basta abrirse paso hasta su alma para descubrir que los latidos de ese corazón que ocultan bajo el pecho son algo mas que simple materia. Basta mirarles a los ojos para ver que el alma que se esconde tras sus pupilas brilla con la misma intensidad que las estrellas. Cuando te abrazan, la sangre hierve en las venas. Y cuando te besan se detiene el tiempo en ese instante, haciendo que todo alrededor se paralice como las agujas de un reloj al que olvidamos darle cuerda. Ese instante resume en si mismo la esencia de todos los sentidos, los del cuerpo y los del alma. Por eso, cuando la lluvia araña mis cristales me acuerdo de ti. Y me pregunto si estarás llorando, porque, tal vez, el mundo no sea lo suficientemente grande como para acoger la magnitud de tu sonrisa. Porque quizás la vida tiene a veces ese tipo de cosas que nos humedecen los párpados y las pupilas sin que lleguemos a comprender las leyes de esa física implacable que rige las emociones. Pero debes saber que pronto volverá a salir el sol. Debes saber que, mientras tanto, tus lágrimas nutrirán de versos mis latidos. Estos versos que hoy te ofrezco para que tengas con ellos un fragmento de mi alma, de este corazón que ya es tuyo, y cumplir de paso con una de tantas promesas pendientes.