domingo, 9 de diciembre de 2012

Soliloquio del pincel (De lienzos, manos y memorias)


Desde la última vez que había pisado tierra supe que ya nada volvería a ser igual. No era un secreto que, con toda probabilidad, el viejo ya no volvería a hacerse a la mar. Había decidido quedarse en aquella pequeña isla, tras toda una vida a la deriva. No me sorprendió que, a los pocos días, volviera a recurrir a mi con ilusión renovada. Aquello era frecuente durante sus estancias en tierra. Podía tenerme olvidado durante semanas y meses. Pero cuando encallaba en algún puerto siempre echaba mano de mi tarde o temprano. Con la edad se había vuelto mas solitario. Aún seguía frecuentando las tabernas, pero solía beber en silencio, refugiado en cualquier discreto rincón, lejos de las miradas ajenas. Esta vez había una idea que le iba rondando con cada vez mas ímpetu. Quería pintar un cuadro. Pero no sería un cuadro cualquiera. Con el paso del tiempo me acostumbré al tacto de sus manos. Nunca pasó de ser un pintor aficionado. Pero tenía estilo. Sabía captar bien la luz, hacer el uso justo de los colores. Y aquellas manos, acostumbradas a la rudeza propia de su oficio, curtidas por la edad, el trabajo, el sol y el viento, sabían darle vida a los trazos que pintaba. Sabían empuñar el sable y el timón, sabían remendar las redes, izar las velas, agarrar con fuerza  ásperos cabos. Pero sabían también acariciar. Sabían dar calor. Durante muchos años, desde que el azar me llevó a sus manos, había estado a su servicio. Acostumbraba a dibujar cuando le consumía la rutina de los días, de las semanas pasadas en tierra. Puedo asegurar que sus ojos vieron muchos colores. El mundo entero era un lienzo poblado de infinitas tonalidades, y sus ojos supieron observarlas. Su vida había sido una eterna travesía. Parecía que no hubiera conocido mas hogar que la cubierta de aquellos barcos que le llevaban de una orilla a otra, que le hicieron surcar mares y océanos, desembarcar en playas infinitas, en islas paradisíacas, en bulliciosos puertos y despoblados riscos, en abruptos islotes de rocas y colinas veladas por la bruma. Visitó las costas de los siete mares coleccionando recuerdos, apurando cada minuto de su vida como si fuese un vaso de Oporto, como si el tiempo pasara de largo a su alrededor. Fue llenando de objetos aquel viejo baúl que fue mi hogar durante todos aquellos años. Había allí pequeños y grandes  retazos del puzzle infinito que había sido su vida hasta entonces. Objetos cotidianos que el cuidaba con esmero. Había conchas, caracolas y pedacitos de coral, un catalejo forrado de cobre, un machete, collares de cuentas, saquitos de seda que contenían pequeñas monedas, libretas de cuero llenas de anotaciones, un espejo, una pipa, una brújula, un juego de dados, una baraja de naipes, un acordeón, un tintero de piedra, los pequeños cuencos de madera donde mezclaba los colores... Un sinfín de pequeñas cosas que siempre llevaba con el allá donde fuese. A lo largo de los años, y especialmente durante los últimos meses, le vi contemplar durante largos ratos cada uno de aquellos objetos, cuidándonos como si fueramos pequeñas piezas de un valioso tesoro. Parecía como si entablara un diálogo silencioso con cada uno de nosotros, sosteniéndonos entre sus manos, mirándonos con una mezcla de atención y leve melancolía, pasándonos un trapo para sacarnos imaginarias motas de polvo. Supe que cada objeto, por simple que fuera, éramos de alguna forma parte de el. Y sin duda traíamos a su memoria alguna imagen del pasado, el eco de alguna antigua frase, algún horizonte escondido tras las esquinas de su eterno pasado. Eramos para el como los tatuajes que salpicaban su piel, como las arrugas de su frente, como las cicatrices sembradas en cada palmo de su cuerpo. Y yo aprendí con paciencia su lenguaje. A fuerza de acostumbrarme aprendí a comportarme como un apéndice de sus manos, como una prolongación de sus pensamientos. Aprendí a moverme sobre el lienzo para dar forma a los dibujos con los que hacía acopio de las imágenes que vivía o recordaba. Puse todo mi empeño en ayudarle a dibujar rostros de sirenas, mares infinitos, perfiles de aldeas costeras a contraluz, escenas mudas de atardeceres, cuerpos, sonrisas, miradas... todo un inventario de paisajes reales e imaginarios. Aprendí a poner color a sus recuerdos, a dar forma a sus sentimientos. Y amé profundamente mi labor. Sin embargo, el tiempo no había pasado en balde. Sus manos ya no tenían la precisión de antaño, sus ojos parecían cansados, aunque conservaran intacto el brillo que siempre les había caracterizado, y mezclaba recuerdos y pensamientos cada vez de una forma mas confusa. Yo tenía la impresión de que aquel cuadro sería el último que pintaríamos juntos. Pronto tendría que despedirme de aquellas manos de las que ya formaba parte. Y yo sabía que nunca podría volver a trabajar para otras iguales. Por eso aquel cuadro exigía que pusiese en el todo mi corazón. Le ayudaría a resumir los trazos de una vida. Aquella sería nuestra última confidencia. Nuestra obra maestra. 

viernes, 27 de enero de 2012

Soliloquio del espejo (De sueños, vanidades y reflejos)


La penumbra se irá vistiendo poco a poco con retales de luz pálida y mortecina. Pronto amanecerá. Aullarán millones de despertadores. Tiritarán de frío las farolas y las aceras se pintarán los labios para recibir las caricias de ese sol de plástico que nunca falta a la cita. Pero no quedará nadie ahí fuera. No habrá flores en los balcones ni sonrisas tras las cortinas. No habrá ropa tendida en las terrazas ni melodías en la frecuencia modulada. Sólo quedará un ejército de sombras errantes, vagas formas impersonales, el cuerpo de las almas que un día habitaron estas calles. En mitad del silencio quedará el eco de sus frases, el vago rumor de las sirenas, el gemido sordo de los árboles que mecen sus ramas desnudas al contacto de la brisa. Se que pensaban al mirarnos que no éramos mas que objetos impersonales. Se que creían mirarse a si mismos cuando nos miraban, aunque en realidad eran ellos quienes eran observados. También los espejos tenemos memoria. Tenemos oídos que captan los sonidos mas disimulados. Tenemos ojos que saben mirar mas allá de los muros y paredes tras los que creyeron encerrarnos. Y a fuerza de mirar aprendimos. Ellos nunca se dieron cuenta. Pero a fuerza de mirar fuimos dando forma a nuestros reflejos., creando un mundo paralelo. Construimos un decorado perfecto. Copiamos sus habitaciones y pasillos, copiamos sus cuartos de baño, sus pueblos y ciudades, sus parques, sus avenidas y sus aeropuertos. Asumimos sus plazas, sus mercados, sus oficinas, sus palacios, sus prisiones, sus alcantarillas, sus fábricas y sus estaciones. Fue sencillo dar el siguiente paso. Aprendimos a imitar sus movimientos, a leer sus pensamientos, a interiorizar sus miedos. Retuvimos el hielo de las miradas, el acero de las palabras, el calor de las sonrisas, la compleja jerga del silencio. Aprendimos la gramática de los sentidos, el sabor de la nieve y de la sal, el tacto de la piel y de las nubes, el aroma del tabaco y de la soledad, el rumor de los susurros y las olas, la textura de los besos y el sudor. Aprendimos la lengua de la arena y de las caracolas, el crepitar de las hogueras y de esa lluvia que incendia los charcos y ensucia las fachadas, los versos del abandono, los instintos asesinos, el dolor de las heridas, la memoria de las cicatrices, del filo del metal y de las sábanas. Sólo hubo algo que se escapó de nuestra mirada. Sólo sus sueños se resistieron a nuestros ojos. Porque los sueños son la esencia del ser humano. Los sueños son siempre lo que son, esa parte íntima de ellos mismos en la que siempre fueron verdaderos. Pero poco a poco fuimos aprendiendo a sentir, o algo equivalente. Les amábamos tanto como les odiábamos. Y paso a paso nos fuimos haciendo con el control. Les susurrábamos a veces que eran los mas bellos, y otras veces llenábamos sus rostros de arrugas, esos surcos mudos del paso del tiempo. Nuestro juego nos llevaba a llenarles el rostro de ojeras o a pintar de plata sus cabellos. Les enseñamos la magia del maquillaje. Les inculcamos la costumbre de calzarse una máscara antes de salir a pasear. Nos divertimos incitándoles a ensayar la pose, a simular pasos de baile y gestos abstractos. A veces se pasaban horas mirando un reflejo artificial, tratando de reconocerse. Inventamos el culto a la imagen, la compleja liturgia de lo superficial. Y lo que empezó siendo un simple juego acabó por convertirse en un complot elaborado. Porque, víctimas de su propia vanidad, acabaron por depender de nosotros. Ninguno era capaz de mirar mas allá de si mismo. Cuando llegó el momento preciso nos decidimos. Millones de relojes sincronizados anunciaron la medianoche. Y al sonar la última campanada todos quedaron atrapados en nuestro interior. Desde entonces prosiguen su existencia sin ser conscientes de que no son sino pálidos reflejos de lo que fueron, simples fotocopias atrapadas en un gigantesco decorado, separados del mundo real por una sencilla superficie pulida de cristal. Una frontera frágil y sutil, una especie de burbuja, que nadie será capaz de traspasar. Porque después de todo ¿quién de ellos caerá en la cuenta de que ya no sueña?

jueves, 26 de enero de 2012

Soliloquio del peatón (De crisis, latidos y rebaños)


Esta mañana me golpea el frío viento de poniente. Trae consigo versos de borrasca y un manojo de nubes grises que derraman su llanto sobre las calles de Madrid en forma de leve llovizna. Cuando cierro los ojos sólo queda un estribillo de gotas de lluvia arañando el asfalto y el cristal de miles de ventanas. Eterno manantial de notas vacías. Tan solo el abismo silencioso de las partituras en blanco. De cuando era niño me queda la costumbre de caminar bajo la lluvia sin paraguas. Me gusta pisar los charcos. Observar como se hacen pedazos esos espejos casuales bajo la suela de mis botas. Y ver como se diluye en pequeños fragmentos ese alma que reflejan, ese rostro familiar que me mira desde el extraño mas allá que se adivina bajo el lienzo de las aceras. Después de todo, no es sino un rostro anónimo. Uno mas de los millones que pasean su semblante impenetrable por los arrabales de esta ciudad fantasma, mirando de reojo, deteniéndose ante los escaparates, sorteando esos leves posos de agua sucia. Madrid, desfigurada. se descompone en esos mismos espejos, privada de su maquillaje tras haber retirado las bombillas de colores y los anuncios publicitarios. A veces, cuando escribo, me veo obligado a afrontar las inclemencias del vacío, que son mucho peores que las del invierno. Siento como se agotan mis metáforas, mis adjetivos, todo este arsenal de pronombres, preposiciones y sentimientos con los que trato de abrirme paso a través de la espesura de estos papeles en blanco. Mi bolígrafo se desangra sobre las páginas del cuaderno. Y mientras se agota su tinta siento como el mundo muere a mi alrededor. Esta maldita crisis se extiende mas allá de los mercados financieros y los tipos de interés. Día tras día observo los efectos de esta gripe posmoderna que consume almas y conciencias. Día tras día me hiere ese vacío en las miradas, ese poso de cenizas en sonrisas forzadas. Me duelen esos rostros de presidio que caminan junto a mi por las alamedas y los bulevares, que se cruzan con el mío en los pasos de peatones, en la cola del mercado. Al pasear por las calles de esta ciudad sitiada me cuesta imaginar que se esconde el sol tras esas nubes grises, que el suelo está preñado de raíces bajo esa piel de asfalto, que laten corazones bajo los pliegues de los abrigos. Pronto se impondrá el toque de queda. Nos acechará el invierno, con sus grilletes de escarcha, con sus tambores de tempestad. Convertirá en hielo nuestros suspiros. Quedarán cautivas y desarmadas las palabras en nuestras gargantas. Nos sentiremos desamparados, huérfanos, desahuciados. Nuestros sentimientos mas íntimos serán hipotecados. Tendremos que escuchar las carcajadas de los soldados y los mercaderes, echándose a suertes nuestras ropas, mientras nos desangramos unos pasos mas allá. O quizás seamos capaces de tomar conciencia, de hacernos a tiempo las preguntas adecuadas. ¿Por qué llamamos vida a este estado de sitio? ¿Por qué nos creemos libres cuando son otros los que dictan nuestros pasos? ¿Por qué llenamos el mar de lágrimas negras? ¿Por qué nuestras manos se olvidaron de sembrar? ¿Por qué nuestros cuartos de baño parecen farmacias? ¿Por qué nos calzamos una máscara cada mañana al despertar? ¿Por qué desembarcaron en la playa? ¿Por qué vendimos nuestro alma a dioses, diablos y banqueros? ¿Por qué somos esclavos de lo material? ¿Por qué confundimos el sentimiento colectivo con la inercia del rebaño? ¿Por qué no nos miramos a los ojos? ¿Por qué mentimos? ¿Por qué posponemos todo para un mañana que nunca llega? ¿Por qué pensamos que nuestros sueños caben en sus urnas electorales? ¿Por qué no creamos algo distinto a esos cielos inalcanzables o infiernos terrenales? ¿Hay algo mas allá de ese miedo que nos llena? ¿Somos capaces de sentirnos humanos mas allá de las fronteras de nuestro colchón? Aún estamos a tiempo de despertar. Aún podemos tomar partido. Un ejército de peatones puede llenar las calles, detener el tráfico y hacer temblar con sus pasos los cimientos de este decorado que nos vendieron como el mundo real. Y sin embargo ¿por qué nos empeñamos en mantener los ojos cerrados y pasar de largo?