domingo, 14 de diciembre de 2008
Escarcha (o antología de la nada)
domingo, 30 de noviembre de 2008
Noviembre (De vocaciones, tormentas y complicidades)
viernes, 28 de noviembre de 2008
La memoria y el olvido
Pero lo más "gracioso" del asunto han sido las declaraciones de monseñor Rouco Varela, esa calaña fascista que dirige la Conferencia Episcopal. En uno de esos macabros guiños de ironía a los que nos tienen acostumbrados las cabezas "pensantes" de la Iglesia, hablaba de "la necesidad de aprender a olvidar en beneficio de la convivencia y de la paz". Supongo que se referiría a la paz de los muertos. Si, de esos muertos que yacen en fosas comunes repartidas por nuestra geografía, y cuyos asesinatos contaron con el respaldo activo de la institución a la que representa. No es difícil darse cuenta de los motivos que han llevado al cardenal a defender esa postura. La Iglesia Católica tiene un compromiso histórico con el crimen, y especialmente íntimo con algunos de los genocidas y carniceros más esmerados, como el general Francisco Franco. Y lo más preocupante es que aún se le concede voz y voto en nuestra sociedad, aunque su propuesta no ha variado demasiado desde el Concilio de Trento (para quién no ande muy bien de fechas, tuvo lugar entre 1545 y 1563... un dato esencial para que nadie se atreva a pensar que no están actualizados para dar respuesta a las necesidades de la sociedad actual). Cada mañana podemos oír desde sus púlpitos radiofónicos cuáles son los argumentos y las bases de su "novedoso" y "democrático" programa; el nacionalcatolicismo. Desde los micrófonos de la COPE, el ultraderechista Federico Jimenez Losantos, ese macarra de la moral, maestro indiscutible del humor negro y la propaganda más mediocre, se llena la boca cuando pronuncia la palabra "libertad", quizás pensando en el fuego de las hogueras de la Inquisición. Y todo ello al servicio de la quinta columna franquista que todavía tiene asientos de honor en el congreso y en otras muchas instituciones. Ultimamente estamos acostumbrados a ver a los obispos encabezando a sus rebaños de "ovejas" de encefalograma plano en ruidosas manifestaciones en las que alzan la voz en defensa de sus "derechos" en la educación (yo diría mas bien adoctrinamiento) o de la "familia" (es decir, la forma políticamente correcta de actuar en contra de los derechos de otros ciudadanos) Si se responde a este tipo de actos circenses con palabras sensatas, suelen poner "el grito en el cielo" defendiendo su derecho a discrepar (la fotografía de arriba muestra la forma en la que las élites eclesiásticas suelen discrepar... ya se que cualquiera puede pensar que se trata del saludo fascista, pero en realidad, sus "eminencias" alzan la mano para discrepar...)
Pero dejaremos de lado las referencias a la Iglesia. No pretendo en esta ocasión decir más de lo que ya se sabe sobre sus intereses empresariales (ya sabeis, un ojo en el cielo y el otro en la saca) ni criticar esos argumentos de chiste sobre los que basan su moral y su concepción del mundo, y en nombre de los cuáles han actuado contra el progreso y cometido terribles crímenes contra la humanidad. Creo que cualquier persona medianamente sensata y razonable puede calibrarlos sin ninguna dificultad. En este tema de la Memoria Histórica yo también tengo mi pequeña y modesta historia que contar. Voy a hablaros de mi tío-abuelo Eugenio. Yo jamás le conocí, pero mi abuelo me ha contado algunas cosas. Me ha contado que era bueno, honrado y trabajador. Que era querido y respetado por sus familiares y vecinos. Que a los dieciséis años se afilió al Partido Comunista por una razón muy sencilla. No podía concebir que, mientras los hijos de los ricos gastaban un par de zapatos para cada día de la semana, los hijos de los trabajadores pobres tuvieran que resignarse a jugar y caminar descalzos. Cuando empezó la guerra le nombraron comisario. Y fue a luchar para defender los principios que creía justos. Pero no pensaba sólo en si mismo. También pensaba en los hijos y en los nietos que nunca tuvo. Porque aquella maldita guerra le costó la vida. "Tenía veintiún años". Es la frase con la que mi abuelo concluye la historia cada vez que sale a relucir en alguna reunión familiar. Y el recuerdo todavía le nubla la mirada. Por el, mi padre lleva su nombre. Y cuando le veo sonreir en alguna vieja fotografía que mi abuelo conserva, y miro directamente a esos ojos, cuya expresión no soy capaz de describir con palabras, pienso que también a mi me han robado algo. Porque fue una persona a la que me habría encantado conocer.