sábado, 23 de mayo de 2009

Cuarto Menguante (De playas, hogueras y abrazos pendientes)


Anoche tuve un sueño bastante extraño. Me encontraba sentado en la playa, en mitad de la noche. Creo que esperaba a alguien. A mi alrededor había pequeños grupos de gente, todos reunidos en torno a pequeñas hogueras. Cualquiera habría podido pensar que se trataba de la noche de San Juan. Pero no había música, ni gente saltando sobre el fuego, ni bailando al ritmo de los tambores. Todo estaba sumido en un silencio casi litúrgico. Sólo se escuchaba el rumor del oleaje y el intenso crepitar de las hogueras. Y la gente, envuelta en una especie de capas negras y rojas, no hacía otra cosa que mirar en silencio hacia el horizonte, en dirección al mar. De repente, pude observar como, en la distancia, aparecían pequeñas luces que brillaban. Quizás fueran pateras, pensé, o barcos de piratas, o pescadores faenando. O tal vez angelitos de la guarda. Pero, poco a poco, las luces se fueron acercando. Hasta que fue evidente que era toda una playa, o quizás una isla, o un continente entero, lo que se aproximaba a nuestra costa. Cuando estuvo lo suficientemente cerca me di cuenta de que las luces que brillaban en la distancia eran hogueras como las nuestras. Y en torno a ellas, otras personas como nosotros, envueltas en una especie de capas negras y rojas, tambien como nosotros. La franja de agua entre los dos pedazos de tierra se iba esfumando lentamente. Cuando apenas quedaba un brazo de mar que separaba ambas playas, la gente, envuelta en sus capas, se puso en pie. Sin prisa, a ambos lados, la gente se iba poniendo en pie. Y, en mitad de la noche, sin que se quebrara ese silencio casi litúrgico, ambos grupos, cada uno en nuestra orilla, empezamos a caminar descalzos sobre la arena. Caminábamos de frente, rumbo a lo que quedaba de un mar que se esfumaba lentamente, con una tímida sonrisa que se iba dibujando en nuestros rostros. Caminábamos, abriendo de par en par los brazos para recibir a los que, en la playa de enfrente, se acercaban de la misma forma. Todo parecía un espejo gigantesco que abarcaba el horizonte de punta a punta. Las dos orillas ya casi se rozaban... Y entonces, de repente, desperté.

jueves, 21 de mayo de 2009

A Mario Benedetti (Cerrar los ojos)


"Cerremos estos ojos para entrar al misterio
el que acude con gozos y desdichas.
Así, en esta noche provocada, crearemos por fin nuestras propias estrellas
y nuestra hermosa colección de sueños. El pobre mundo seguirá rodando
lejos de nuestros párpados caídos. Habrá hurtos, abusos, fechorías,
o sea, el espantoso ritmo de las cosas. Allá en la calle seguirán los mismos
escaparates de las tentaciones ... Pero nuestros ojos tapados piensan, sienten,
lo que no pensaron ni sintieron antes, si pasado mañana los abrimos
el corazón acaso de encabrite así hasta que los párpados
se nos caigan de nuevo,
y volvamos al pacto de lo oscuro"


El pasado diecisiete de mayo nos ha dejado, a sus ochenta y ocho años, Mario Benedetti. Es difícil, en este caso concreto, improvisar algunas palabras adecuadas para expresar las fuertes emociones que me han rondado durante estos días con sus noches. Se ha ido uno de los grandes. Uno de los autores que, para mi, y probablemente para muchas otras personas, ha sido la voz que ha puesto letra y versos a toda una vida. Se nos ha ido despacito y sin hacer apenas ruido, y tengo la extraña sensación de que ha dejado huérfana de palabras a una época que ahora se ha quedado apagada, en silencio. Habría mucho que decir de su vida y de su obra. Probablemente existan críticos literarios que sean mas precisos en cuestiones estilísticas, pero yo no pretendo alabar ni desacreditar el alcance y sentido de su obra. Prefiero centrarme en lo que ha significado para mi. Destaco ante todo la sencillez de sus profundos versos, esa capacidad de expresar la poesía que reside en cada acto, en cada momento cotidiano. Quizás por eso haya conseguido que tanta gente se identificara con su mensaje. Porque para Mario Benedetti, toda palabra, todo tipo de lenguaje, era susceptible de ser empleado con fines estrictamente poéticos. Y la poesía tiene como objetivo conmover al corazón, herir la conciencia, anudarse en esa parte íntima de nosotros que algunos llaman alma. Se ha ido el poeta del amor, el poeta del compromiso. Y es que, aunque trabajara todos los géneros literarios con una sobriedad y sencillez intachables, en sus novelas, sus cuentos, sus obras de teatro, en todo lo demás, suena de fondo el inconfundible estribillo de la poesía. Ahora recuerdo con cariño cuántas veces me han acompañado sus versos, cuántas veces los he compartido, cuántas veces me los he inyectado bajo la piel y he sentido como fluían por mis venas. Y es que aún siento como mía esa voz tan sencillamente cómplice cada vez que vuelvo a leer Corazón coraza, y he llegado a la conclusión de que, definitivamente, mi única noción de patria es esa extraña urgencia de decir nosotros. Recuerdo una vez, hace algunos años, en que tuve ocasión de verle y oirle recitar. Fue en el salón de actos de la Facultad, que estaba lleno a reventar, con muchos de nosotros ocupando escaño en el suelo. Y todos callábamos para dejar paso a esa voz dulce y calmada, que iba tejiendo poco a poco la maraña suave de su encanto, esos modestos retales de sustantivos y adjetivos con los que cada uno de nosotros se fabricaba un traje a medida. Le vi marcharse con su viejo maletín, su gesto distraído y mirada tierna. Y así lo recordaré para siempre. Es inevitable sentir esta tristeza cuando la vida impone su presagio mas fiable, que no es ni mas ni menos que la muerte. Benedetti vivió su vida con la dignidad suficiente para no dejar nunca de lado el compromiso, sufriendo a menudo las consecuencias, padeciendo persecución y exilio, probablemente con el alma metida en esa vieja maleta, de ciudad en ciudad, hasta que, poco a poco, le fue doliendo, se le fue apagando, aunque no por ello dejó nunca de escribir. Hoy sólo nos queda agradecerle tantos momentos especiales, agradecerle que haya defendido la alegría, que nos haya recordado que el sur tambien existe, que lo mejor es abrir el corazón, que otro mundo es posible. Es cierto que este mundo parece ahora, sin su tímida presencia bajo nuestro cielo, un poquito mas triste, un poquito mas vacío. Pero, por encima de los premios que tuvo y que no tuvo, que nunca llegó a desear, queda el mejor reconocimiento que puede tener su obra. El nuestro. El haber llegado a conmover a tantas personas. El haber pintado de colores tantas vidas. La certeza de saber que no le olvidaremos. Porque quedar en la memoria es el mejor homenaje que puede recibir cualquier escritor. Y eso es mejor que ese premio nobel de literatura que nunca le dieron. Sus palabras y sus versos forman ya parte indisoluble de mi, y así seguirá siendo hasta el día en que me toque cerrar los ojos. Hasta siempre, viejo amigo. De todo corazón. Hasta siempre.

lunes, 18 de mayo de 2009

Despertar

Abro los ojos como un acto reflejo, lo que no deja de ser una forma improvisada de levar anclas, de incendiar las naves. La luz tenue que se cuela por las rendijas de la persiana basta para quemarme la piel, para dejar un sello candente en este alma tan noctámbula, para arrancarme de cuajo de ese extraño limbo de las percepciones donde se viven los sueños sin necesidad de dejarse el sueldo en alquileres. Ahora estoy despierto. Despierto y desangrándome en silencio. Siento como la vida se me escapa a raudales por las venas abiertas de par en par, por estas heridas sin cicatrizar, empapando las sábanas y el colchón con un reguero agridulce de sudor, plasma, glóbulos rojos y Havana 7. Se que fuera amanece. En este momento intuyo que sólo la luz del alba y las miradas cicatrizan. Repaso los renglones de mi cuarto al amparo de la escasa luz que se aventura a cruzar el paso fronterizo de mi ventana abierta. A los pies de mi cama, toda una antología de la vigilia, todo un universo visceral compuesto por papeles escritos, sobres sellados, un poemario de Bukowski, otro de Rimbaud, un cenicero hambriento de cenizas, la baraja de poker, un abrecartas con instintos asesinos, la taza del último café. Por un instante pienso que no hay vida mas allá de las paredes de esta habitación. Busco a tientas algo con lo que cubrir mi desnudez antes de emprender el camino de la ducha, antes de calzarme una máscara apropiada para mirar directamente a los ojos a esta ciudad cuando despierte, cuando engalane sus calles recien pintadas. Que lástima no tener a mano tu risa para barrer esas aceras. Que pena no tener hoy tu corazón en la mesilla para llevármelo a la boca, en vez de masticar cristales rotos. Abro el grifo y dejo que el agua fria se deslice por las esquinas de mi piel, llevándose con ella los últimos posos que deja el sueño en los surcos del alma. Esta tormenta en miniatura me hace evocar otros temporales, otros chaparrones, que, solemnes, implacables, desordenan mis ideas, arrancándome la ropa, las certezas y la sombra a jirones. De repente, envuelto en la toalla, descubro con cierta timidez que, como cada mañana, vuelvo a nacer. Me asomo al espejo. Todo sigue igual al otro lado. En el armario tengo escondido un pequeño arco iris de tonos grises, un mar embravecido, billetes de ida hacia ninguna parte, y unas zapatillas para huir si el tiempo y la vida apremian. No puedo evitar mirar de reojo el reloj que, clavado en la pared, pasa la cuenta de las horas, los minutos vividos. Ese abismo impenetrable que resume en un tic-tac la esencia de cada paso. Al otro lado, está la muerte. Dejo atrás los rescoldos de la última noche. Cruzo la calle de puntillas, como un fugitivo, y traspaso sin ceremonias el umbral del café de la esquina. Y en la televisión las noticias de otras veces. Me asomo, como cada mañana, a mi primera taza de café, mientras por la ventana, se cuela la luz del primer sol. Me inyecto su calor en vena. Y pienso que, quizás, no todo esta perdido.