martes, 15 de diciembre de 2009

Cerrando círculos (De manillas, relojes y silencios)

Miro de reojo ese reloj que tirita en la pared mientras escribo. Esas manillas que buscan el roce de mis ojos me recuerdan a un estribillo de latidos. El tiempo se escapa segundo a segundo, la vida nunca da media vuelta para desandar lo andado. Sucede que a veces me canso de ser hombre. Sucede que me canso de mi piel y de mis ojos, que mi sombra me pesa a la espalda mientras camino, que la niebla se enquista en mis pupilas. Sucede que a veces las sonrisas se desbordan de cenizas, que el cielo queda demasiado lejos y el abismo demasiado cerca, apenas a dos pasos. Sucede que el frío se cuela por las rendijas, metiéndose en mis huesos, que mis versos se escurren de estas páginas para sembrar los surcos del asfalto y hacer brotar leves briznas de escarcha. Sucede que a veces los besos me saben a empastes o a tabaco, que deshojar pétalos no me aporta mas respuesta que una flor desnuda que se marchita entre mis manos. Pero sucede también que a veces oigo caer la lluvia al mirar por la ventana. Bajo el volumen de la radio, desconecto el móvil que aúlla en la mesilla y mi cuarto se queda, por fin, en silencio. Veo como la tormenta barre las aceras de Madrid, llevándose lejos las sombras y la niebla, limpiando la ciudad de espectros. Sucede que el cielo se viste de colores al atardecer y el olor del bosque rompe las computadoras. Sucede que el invierno queda atrás y la primavera se desboca, reavivando los rescoldos de la sangre que me queda en las venas, sobredosis de vida y percepciones. Sucede que un abrazo me despierta, que a los reyes se les caen al suelo sus coronas, que se vienen abajo los muros de hormigón, los alambres de espinos, que hoy estalla mi pequeña revolución. Sucede que a veces me inyecto un relámpago en vena, que los sueños recuperan su sentido, y vuelvo a sentir bajo mis pasos el beso de la arena. Sucede que vuelvo a naufragar a mis anchas al fondo de unos ojos, que el mar llena con su inmensidad mis horizontes cansados y, de pronto, me vuelvo a sentir libre. Vuelvo a mirar de reojo al reloj que tirita en la pared. Miro esas manillas que quizás busquen el roce de mis ojos, que tal vez me recuerden a un estribillo de latidos. El tiempo seguirá escapándose segundo a segundo. Y yo llegaré a la conclusión de que avanzar sólo es ir cerrando círculos.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Barro y corazón (De arcillas, lágrimas y deseos)

Cada noche entraba y cerraba la puerta tras de si. En el pequeño estudio de la buhardilla sólo había una ventana. Al otro lado, el viento del otoño que arañaba el cristal, las calles de aquella aldea junto al mar, y un desfile de hojas muertas que se mecían al azar sobre aceras adoquinadas de silencio. Colgado de la pared, un reloj con sus manillas que avanzaban dando espasmos. En la cama, sábanas sucias, una almohada y soledad. Sobre la mesa de madera, tabaco, la caja de cerillas y una taza con algunos posos de café. Entre sus manos, barro y corazón. Y sobre el plinto, estaba ella. Ella, que le miraba con sus ojos inertes cada vez que entraba en el pequeño estudio de la buhardilla y cerraba la puerta tras de si. Ella, a la que todavía no se atrevía a dar un nombre. El se quitaba la boina y colgaba su viejo abrigo en el perchero. Se quedaba un rato contemplándola desde la puerta recién cerrada. Le compraba colgantes de conchas marinas, pulseras de coral, espejitos de latón. A veces le hablaba, le susurraba promesas al oído. Y ella le escuchaba en silencio. Cada noche, el se colocaba cuidadosamente frente al plinto. Sus manos se deslizaban por la arcilla, modelándola y sintiendo su humedad. Cada pliegue de su cuerpo debía ser como el la quiso imaginar. Tendría los brazos de una bailarina, la piel tan desnuda como una ola de mar, las piernas que soñaría con estrenar una sirena si, alguna vez, se aventuraba a caminar sobre tierra seca para catar el sabor de los besos sin sal. Tendría los pechos de la diosa Afrodita, los cabellos largos y ondulados, el rostro de una ninfa sin maquillaje. Al rayar el alba volvía a contemplarla desde el colchón. A veces sonreía mientras soñaba con poder oírla un día suspirar y llamarle por su nombre. Tal vez podría entonces, poco a poco, enamorarla. Pero le dolía no encontrar vida ni color en aquellos ojos de barro, que sólo revelaban la presencia de un alma de arcilla. Algunas noches, antes de dejarse vencer por el cansancio, no podía evitar echarse a llorar. Y la almohada se quedaba empapada por sus lágrimas. Lágrimas de soledad.

Pasó el tiempo. En el pequeño estudio de la buhardilla seguía estando la misma ventana. Al otro lado, el viento del invierno que arañaba el cristal, las mismas calles de aquella aldea junto al mar, y un desfile de copos de nieve que se mecían al azar sobre aceras adoquinadas de escarcha. Aquella noche terminó, por fin, su escultura. Se quedó un rato mirándola con ternura, y la besó dulcemente, poniendo el alma en los labios. Se quedó dormido sobre la mesa de madera, con las velas encendidas. Le despertó una ráfaga de viento helado, que abrió de un golpe la ventana, se coló en el pequeño estudio, apagó las velas y detuvo las manillas del reloj. El se levantó y cerró la ventana. Mientras aseguraba el cierre creyó escuchar como una voz susurraba débilmente su nombre a sus espaldas. Cuando se dio la vuelta pudo verla. Ella le miraba desde el plinto, con los brazos extendidos. Había lágrimas en sus ojos. Había en ellos vida y color. El la sostuvo entre sus brazos, y se sintió frágil cuando ella le estrechó contra su pecho. Sus bocas se buscaron, se besaron con pasión, y al beberse de un trago su aliento, el pudo catar el sabor de un alma de carne y hueso. Se amaron sin tregua al abrigo del colchón, susurrándose al oído promesas pintadas con suspiros intermitentes, con palabras entrecortadas. Después se abrazaron, empapados en sudor, y se echaron a llorar.

Una semana después algunos hombres del pueblo, preocupados por la ausencia del escultor, echaron abajo la puerta del pequeño estudio de la buhardilla. Sobre la cama encontraron una escultura de barro que representaba a dos amantes fundiéndose en un abrazo. La almohada estaba empapada. Hubieran jurado que aquellas estatuas lloraban. Que en el horizonte de aquellos ojos, que parecían vivos, despuntaban lágrimas. Lágrimas de felicidad.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Extremadura (De carreteras, reencuentros y nuevos mundos)


Llegué a Trujillo a media mañana. Era un careo pendiente con aquellos horizontes desde hace tiempo, después de una larga ausencia en la que bastante tuve con las páginas de algunos libros y apuntes. Atrás quedaban tres horas de carretera y manta, de largas cabezadas sazonadas por los últimos versos de Sabina, que los auriculares susurraban en mis oídos. Tambien una noche en vela, temiendo no escuchar la alarma y quedarme en tierra. Un café de carretera me acabó de despertar mientras pensaba que aquel era el pueblo de Pizarro y que, efectivamente, algunos pastores de ojos tristes pueden ver cumplidos sus sueños de convertirse en príncipes. Un par de días me bastaron para reconciliarme con Emerita (ya no se llamarla de otra forma) gracias a los reencuentros, a algunas sonrisas que se quedaron tatuadas en mi pecho y a un paseo por la ribera del Guadiana, con sus orillas preñadas de otoño. Mesas con manteles de papel sobre las que surgieron nuevos proyectos, sobre las que pasé buenos ratos y escribí algunas postales. La carretera que lleva hasta Cáceres sigue, mas o menos paralela en algunos tramos, el recorrido de la Via de la Plata, y yo navegué sobre el asfalto sin velas ni remos, pero con canciones de Barricada sonando en la radio. Al otro lado del cristal, el mar era el llano extremeño, rasgándose la ropa por un noviembre soleado, que dejaba ver sus reflejos sobre los castaños e higueras que amenizaban la planicie. Cáceres desborda calma por sus cuatro costados, con sus iglesias, sus muros de piedra, su Palacio de las Veletas, su Casa del Sol y un bulevar del que no recuerdo el nombre, pero que me hizo caer en la tentación de retratarlo. En Medellín hay un castillo encaramado a una colina desde la que se domina toda la comarca de las Vegas Altas, un horizonte colmado de encinas, robles y llanuras. Desde la plaza del pueblo, la estatua de Cortés se yergue sobre un pedestal a cuyos pies se amontonan las armas de Tlaxcala, México, Tabasco y Otumba. Dejando de lado la parafernalia patriótica y la simpleza de una mole de metal, fría e inexpresiva, todo aquello me hizo pensar en que para algunos no bastaron los horizontes a los que les unían sus raíces porque sus sueños les impulsaron a buscar Nuevos Mundos. Y una vez llegados a sus costas, no se olvidaron de quemar las naves, asegurándose así de no caer en la tentación de abandonar y dar media vuelta. Me di cuenta de que yo tambien sueño con nuevos mundos, aunque eso sí, con minúsculas. Porque los sueños que me nutren distan mucho de grandes empresas y ambiciones materiales. Mis pequeños y sencillos sueños tienen mas que ver con saber crecer, con fines que no van mas allá de lo personal, con modestas alegrías. Porque los verdaderos tesoros, los mas valiosos, siempre están en el interior, en las pequeñas cosas y esperanzas cotidianas. Pero hay que saber verlos. Me bastará con las riquezas que me aporte todo lo vivido. De este viaje me traigo nuevas ilusiones y proyectos, apuntes para alguna historia que tengo en el tintero y un plano a color que habrá de decorar la pared de mi cuartito en el exilio, cuando encalle al fin en las costas de mi pequeño nuevo mundo. Y tambien la certeza de saber que, después de todo, mis sueños siguen intactos.

Toscana (De nubes, trenes y ventanillas)


Aterricé en Roma con el tiempo justo para volver a un pequeño café de la via Marsala y comprar un billete de tren. Los andenes de Termini seguían exactamente igual que aquella lejana tarde de enero que me vio llegar con varias maletas a cuestas, con la certeza de estar viviendo un sueño. Pensaba en ello mientras el tren que me llevaba al norte se alejaba tímidamente de la ciudad, dejando a sus espaldas mis recuerdos. Al llegar a Arezzo me recibió la luz intensa de una tarde que se escapaba entre las hojas de árboles vestidos de otoño. Estuve un rato esperando a un autobús mientras mis compañeros de andén fumaban pensando en Piero della Francesca. Recordaré siempre este viaje por el desfile de horizontes que veía pasar al otro lado de la ventanilla. Porque desde el autobús, desde el coche, desde el tren, siempre había una ventanilla desde la que drogarme con los paisajes que se extendían al otro lado del cristal, que iban, poco a poco, quedando atrás. Recordaré siempre esos tonos ocres, ese verde tan intenso que se bebía de un trago mis miradas. Hubo sonrisas, hubo lágrimas, hubo abrazos. Una copa de Chianti que me rozó el alma desde el paladar, el olor a jazmín que me hacía cerrar los ojos, el tacto de mis pasos recorriendo algunas calles pavimentadas de latidos. Siena me dejó mudo, o mas bien, con la extraña sensación de que a veces sobran las palabras. En Lucca me dolieron las nostalgias, las certezas, o quizás algunos trenes que perdí, que partieron con retraso. En San Gimignano me subí a una torre desde la que pude ver como las chimeneas escupían nubes en lugar de hollín. Pero fue en Florencia donde tuve aquellas nubes mas a mano. En la cima del Belvedere se encuentra la basílica de San Miniato. Los florentinos dicen, citando el Génesis, que aquella colina no es ni mas ni menos que las puertas del cielo (Haec est porta Coeli) Y pude comprobarlo desde allí arriba, mientras veía como el Arno partía en dos la ciudad, mientras contemplaba la hermosa silueta de la cúpula del Duomo recortándose sobre un cielo recién pintado. De vuelta, me traje en la maleta algunas postales, algunos recuerdos, todos esos paisajes que brillaban tras la ventanilla, ese color verde con el que dar algunas pinceladas a mis sueños cuando, al apagar las luces, mi cuarto queda sumido en la oscuridad. Pero, sobre todo, me traje aquel cielo prendido en la mirada. Un cielo intenso, que me servirá para abrirme paso si algún día el horizonte queda tapado por la triste silueta de los edificios, por algunas nubes de hormigón armado.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Intransigencias (De mesas, instintos y abandonos)


Esta mesa parece sucia al roce de la luz del mediodía. Trato de poner en orden mis pensamientos, removiendo esas frases sueltas que voy apuntando en algunas servilletas de papel. He cogido la costumbre de escribir sobre estas rudas superficies de celulosa, tan frágiles, tan desdibujadas, que me recuerdan a mi mismo cayendo en la cuenta de los motivos que me llevan a levar anclas desde algún colchón para buscar refugio en estas cafeterías con olor a vinagre. Yo escribo y escribo, hasta que el servilletero se queda vacío, y la mesa llena de bocetos de poemas, en un vano intento por saldar cuentas con la noche que llevo a cuestas. ¿Será que tengo miedo al vacío? La superficie de madera contrachapada presenta síntomas de horror vacui, recargada con los restos de desayunos y naufragios ajenos, con las cenizas que deambulan con cada golpe de viento. Las palabras se me caen de estas páginas hasta dejarlas en blanco, en una alegoría de la desnudez mas tibia. La que descubro al despertar para vestirme a toda prisa, tratando de no hacer ruido al escaparme de puntillas con cara de fugitivo. Hay también algunas hojas muertas, preñadas de otoño, un cenicero casi vacío, latidos inconsistentes, un pequeño catalejo, una bombilla para el mate, la botella de White Label, un cofre del tesoro que me recuerda a la caja de Pandora, las gafas de John Lennon, un poemario de Baudelaire, algunas notas que descansan después de haber parado la música… Ese estribillo de las gotas de lluvia, de espasmos y gemidos, de mentiras que ocultan tan solo medias verdades. Al fin y al cabo, el sentir tiene sus intransigencias. Apuro mi café con la misma predisposición con la que anoche apuraba la última copa. Echo de menos un atisbo de color entre tanta sombra. Pero este otoño sólo entiende de abandonos, del desquite que supone no olvidarme nunca de dejar el corazón sobre la mesilla de noche antes de enzarzarme en un cuerpo a cuerpo en el que poco, o nada, expresan las palabras sin latidos. En el que no tengo nada que perder. Porque sólo importan los instintos. Algunos besos duelen como puñaladas, pero después de todo, un cuerpo y otro cuerpo no son mas que dos pedazos cuando nos damos cuenta de que, a veces, hacemos el amor casi como un acto reflejo. Quiero pensar que, cuando la primavera irrumpa con sus luces, con sus colores, quedará algo de mi bajo este abrigo, después de que el invierno se haya tomado su revancha. Quiero creer que no me quemará la piel, y que tendrá cuidado al arrancarme de cuajo esta máscara en la que hoy dibujo una cara de cárcel, una inexpresiva sonrisa etrusca que hace las veces de trinchera. Volveré a caer en la cuenta de que no puedo seguir viviendo del aire. Pero ¿qué coño haré si mi ropa no te deja de querer?

sábado, 31 de octubre de 2009

Oleo sobre cielo (De otoños, sábanas y abismos)

Cerraré la puerta tras de mi. Me quedaré a solas con el otoño. Así podré esparcir los papeles sobre el escritorio, volver a arrancarme de cuajo la ropa de la piel, el corazón del pecho. Me sobrarán incluso las palabras. Habrá demasiadas voces, demasiado ruido en el televisor. Demasiados móviles sonando. Me quedaré mirando de frente a la tarde que se escapa. La ciudad desbordará hojas muertas por cada esquina, por cada poro de su asfalto. Me pasaré un rato tratando de encontrar ese verso que se me resiste, sucumbiendo al hechizo, pintando en el cielo. En ese lienzo que estallará en mil tonalidades, con esas nubes rosadas contorsionándose sobre un fondo azul destemplado. En silencio iré poco a poco mezclando los colores sobre la paleta indispuesta de mis percepciones. Mientras cato el sabor de la luz me daré cuenta de que tengo algo en común con esas nubes. Compartimos el mismo abismo. El sol se abrirá las venas en el horizonte, incendiando los tejados de Madrid. Que distinta será la timidez de esa luz moribunda a la osadía de los primeros rayos de sol cuando se cuelan por las rendijas de la persiana para despertarme anudado a otro cuerpo. Que distinta esta modesta sensación de abandono a la resaca del sudor, de los besos que se me escurren por otra piel hasta acabar empapando con su roce un amasijo de sábanas candentes. Ese cielo barrerá mis ojos con esmero, mientras las últimas luces del día desaparecen como el oasis en los espejismos. Demasiados barrotes sellando labios y ventanas, demasiados trastos en el desván. Y la brisa que ya no sabrá que hacer para acompasar tanto aroma de galaxia. Demasiados agujeros en el firmamento, demasiada noche tapando las estrellas. Demasiada ceniza en las miradas, demasiadas lágrimas en la recámara. Demasiada sutileza. Miraré de reojo a la ciudad y cerraré la puerta tras de mi. Esta noche tal vez vuelva a buscar a la Maga en otro café. Me quedaré a solas con el otoño. Allá a lo lejos estará atardeciendo. Y yo caeré en la cuenta, de repente, de que estoy a tiro. A pecho descubierto.

viernes, 17 de julio de 2009

Itaca y el olvido (De lienzos, pinceles y mareas)


La pequeña Irene caminaba descalza por la orilla del mar. Caminaba descalza, mientras la arena de la playa y la espuma de las olas se turnaban para besar sus pasos desvestidos. De pronto advirtió la presencia de aquel hombre y se acercó. Era un hombre viejísimo. El más viejo que había visto nunca. Allí estaba, con una capa corroída por el paso del tiempo y el salitre, con una larga melena blanca que bailaba sobre sus hombros al compás de la brisa. Permanecía quieto, como varado en la arena, con su caballete, sus pinceles y sus tarritos de pintura, afanándose sobre un lienzo. Cuando levantaba la vista, contemplando el mar cara a cara, le temblaban los ojos. Buenos días –dijo ella, esgrimiendo una sonrisa- ¿Qué está usted pintando? Él respondió con otra sonrisa algo más tímida. Pinto el mar –le respondió. Con la mirada perdida, le contó que, hacía siglos, en su juventud, había sido marinero. Le habló sobre una guerra que duró diez años. Le contó cómo se perdió en su viaje de vuelta a casa. Y resumió las maravillas que encontró en el camino. Le habló de furiosas tempestades, de bellísimas hechiceras, de horribles monstruos marinos, de algunos dioses caprichosos y de los cánticos de las sirenas. Al final había olvidado el camino de vuelta a casa. Había olvidado todo lo que allí le esperaba. Desde entonces el mar había sido su única patria. Pero había vivido tanto… Había visto tantas cosas… Le contó que había sorteado los hielos de Groenlandia junto a Erik el Rojo y sus fieros guerreros de largos cabellos trenzados, hasta alcanzar las costas de Terranova. Se había embarcado hacia poniente junto a aquel genovés, que muchos tacharon de loco, y le habló de la emoción de aquellos marinos de la meseta cuando, algunas semanas después, divisaron la hermosa silueta de la isla de Guanahaní recortándose sobre el horizonte con las primeras luces del día. Había sido también pirata en el Caribe. Y le habló de Francis Drake, de John Hawkins, y de todos aquellos lobos de mar, con la piel tatuada, la pata de palo y el corazón de porcelana. El había estado cuando sacaron a flote el Virrey de las Indias, y le explicó como los loros se desgañitaban cada noche gritando ¡Piezas de a ocho!¡Piezas de a ocho! De tantas que había… Había vivido tanto… Había visto tantas cosas… Ahora, le explicó, que sentía cómo la muerte le acechaba, quería resumir sus aventuras y desventuras sobre aquel lienzo, antes de dejarse llevar cuando subiera la próxima marea. Ella advirtió que en los cuencos para los colores sólo había agua de mar. Aquel lienzo estaba en blanco. De pronto comprendió que aquel hombre pintaba el mar con el mar. Y la idea le hizo estremecerse. ¿Cómo se llama usted? –preguntó. El la miró con sus ojos arrasados por el temporal, tratando de recordar. Me llamo Ulises, dijo al fin. Ella se quedó callada un momento. Sonrió. Ustedes los adultos hacen cosas muy extrañas- respondió. Mi madre también suele sentarse a mirar el mar cuando cae la tarde. A ella le encantaría escuchar su historia, porque nunca ha salido de esta isla. Y seguramente a usted le gustaría conocerla, porque es joven y hermosa. Se llama Penélope.

Idus de Marzo (De traiciones, sangre y puñales)

Al verse rodeado, César supo que, esta vez, no tendría escapatoria. Se lo decía su instinto de soldado, curtido a lo largo de más de treinta años en los campos de batalla. Nunca antes se había sabido solo y desarmado. Aún así supo evitar la primera puñalada. Lo hizo agarrando con firmeza la hoja del cuchillo con la mano izquierda. Pero al ver brotar su sangre, el resto de senadores, que ya gritaban empuñando el acero, se lanzaron voraces sobre su presa. Sintió como los afilados puñales, uno tras otro, se hundían profundamente en su carne. En sus brazos, en su cuello, en su costado, en su abdomen. Su túnica blanca se humedecía con la sangre que brotaba de sus heridas, que ya empezaba a empapar el piso de mármol. Intentaba zafarse con la rabia de un león herido, pero sus enemigos eran como una jauría de lobos hambrientos. La fuerza le iba abandonando poco a poco. El dolor era insoportable. A veces, en la confusa inercia de la escena, lograba distinguir alguno de los rostros de sus asesinos. Los conocía a todos. Y evocaba algún momento del pasado en el que pudo ver esos mismos rostros postrados, tiritando de miedo, ante su presencia. Y como aquel miedo, reflejado en sus miradas, le había hecho sentirse poderoso. Tan poderoso como para perdonarles la vida y otorgarles los cargos y privilegios que ahora ostentaban. Muchos de ellos apartaban el rostro antes de clavarle el puñal. Todavía le tenían miedo. En un último esfuerzo logró zafarse de seis hombres que le acosaban. Dos de ellos rodaron por el suelo. Dio algunos pasos vacilantes antes de dejarse caer, herido de muerte, contra el pedestal de la estatua de Pompeyo. Ironías del destino. Apoyado contra el mármol, en medio del charco que formaba su propia sangre, pudo ver, sorprendido, cómo Bruto avanzaba lentamente hacia el esgrimiendo el puñal. Bruto, a quien amaba como a un hijo. Cuando sólo les separaba un paso le miró fijamente a los ojos. Dos gruesas lágrimas cayeron por sus mejillas. Quiso hablar. Pero no pudo.

miércoles, 3 de junio de 2009

Cuarto Creciente (De atardeceres, susurros y mesas sin mantel)

Asisto sin prisas a esta escenificación de una tarde cualquiera. Sobre mi pequeña mesa indispuesta, una breve taza de café, una trinchera en forma de posavasos y algunos intentos fallidos de poemas. La rambla se llena de vida al atardecer. Lejos de caer en la trampa que supone la mera descripción, me limitaré a sugerir, simplemente, que los últimos espasmos de luz me desordenan los sentidos. Quizás se deba a este empacho de colores y percepciones. Decido, por tanto, que de aquí hasta la madrugada me limitaré a los poros de la piel. Tal vez porque allí hay poco que perder. Mientras lo pienso en voz baja, un rayo de luz, marchito, impenetrable, equidistante, incendia con su roce estas páginas. De pronto me vuelvo a ver escribiendo sobre papel en llamas. Y lo hago susurrando. Esta mesa no tiene un mantel bajo el que esconderme. Así que el viento se llevará lejos mis perplejidades, mis papeles escritos. Pero no me importa. Porque así podré naufragar a mis anchas, dejarme seducir, inventar un mundo con su cielo a cuestas. Así podré sentirme superviviente, despojarme del óxido que acecha en la mirada, romper algunos tópicos, algunas cadenas. La tarde se me escapará entre las manos sin hacer ruído, sin apenas ceremonias. Y aprovecharé para saciar esta sed de lunas, esta vocación por pintar de agua los límites de un lienzo sin esquinas que no es, ni mas ni menos, que el arrabal de un horizonte por descubrir. Ahora es el destino quien debe mover ficha.

sábado, 23 de mayo de 2009

Cuarto Menguante (De playas, hogueras y abrazos pendientes)


Anoche tuve un sueño bastante extraño. Me encontraba sentado en la playa, en mitad de la noche. Creo que esperaba a alguien. A mi alrededor había pequeños grupos de gente, todos reunidos en torno a pequeñas hogueras. Cualquiera habría podido pensar que se trataba de la noche de San Juan. Pero no había música, ni gente saltando sobre el fuego, ni bailando al ritmo de los tambores. Todo estaba sumido en un silencio casi litúrgico. Sólo se escuchaba el rumor del oleaje y el intenso crepitar de las hogueras. Y la gente, envuelta en una especie de capas negras y rojas, no hacía otra cosa que mirar en silencio hacia el horizonte, en dirección al mar. De repente, pude observar como, en la distancia, aparecían pequeñas luces que brillaban. Quizás fueran pateras, pensé, o barcos de piratas, o pescadores faenando. O tal vez angelitos de la guarda. Pero, poco a poco, las luces se fueron acercando. Hasta que fue evidente que era toda una playa, o quizás una isla, o un continente entero, lo que se aproximaba a nuestra costa. Cuando estuvo lo suficientemente cerca me di cuenta de que las luces que brillaban en la distancia eran hogueras como las nuestras. Y en torno a ellas, otras personas como nosotros, envueltas en una especie de capas negras y rojas, tambien como nosotros. La franja de agua entre los dos pedazos de tierra se iba esfumando lentamente. Cuando apenas quedaba un brazo de mar que separaba ambas playas, la gente, envuelta en sus capas, se puso en pie. Sin prisa, a ambos lados, la gente se iba poniendo en pie. Y, en mitad de la noche, sin que se quebrara ese silencio casi litúrgico, ambos grupos, cada uno en nuestra orilla, empezamos a caminar descalzos sobre la arena. Caminábamos de frente, rumbo a lo que quedaba de un mar que se esfumaba lentamente, con una tímida sonrisa que se iba dibujando en nuestros rostros. Caminábamos, abriendo de par en par los brazos para recibir a los que, en la playa de enfrente, se acercaban de la misma forma. Todo parecía un espejo gigantesco que abarcaba el horizonte de punta a punta. Las dos orillas ya casi se rozaban... Y entonces, de repente, desperté.

jueves, 21 de mayo de 2009

A Mario Benedetti (Cerrar los ojos)


"Cerremos estos ojos para entrar al misterio
el que acude con gozos y desdichas.
Así, en esta noche provocada, crearemos por fin nuestras propias estrellas
y nuestra hermosa colección de sueños. El pobre mundo seguirá rodando
lejos de nuestros párpados caídos. Habrá hurtos, abusos, fechorías,
o sea, el espantoso ritmo de las cosas. Allá en la calle seguirán los mismos
escaparates de las tentaciones ... Pero nuestros ojos tapados piensan, sienten,
lo que no pensaron ni sintieron antes, si pasado mañana los abrimos
el corazón acaso de encabrite así hasta que los párpados
se nos caigan de nuevo,
y volvamos al pacto de lo oscuro"


El pasado diecisiete de mayo nos ha dejado, a sus ochenta y ocho años, Mario Benedetti. Es difícil, en este caso concreto, improvisar algunas palabras adecuadas para expresar las fuertes emociones que me han rondado durante estos días con sus noches. Se ha ido uno de los grandes. Uno de los autores que, para mi, y probablemente para muchas otras personas, ha sido la voz que ha puesto letra y versos a toda una vida. Se nos ha ido despacito y sin hacer apenas ruido, y tengo la extraña sensación de que ha dejado huérfana de palabras a una época que ahora se ha quedado apagada, en silencio. Habría mucho que decir de su vida y de su obra. Probablemente existan críticos literarios que sean mas precisos en cuestiones estilísticas, pero yo no pretendo alabar ni desacreditar el alcance y sentido de su obra. Prefiero centrarme en lo que ha significado para mi. Destaco ante todo la sencillez de sus profundos versos, esa capacidad de expresar la poesía que reside en cada acto, en cada momento cotidiano. Quizás por eso haya conseguido que tanta gente se identificara con su mensaje. Porque para Mario Benedetti, toda palabra, todo tipo de lenguaje, era susceptible de ser empleado con fines estrictamente poéticos. Y la poesía tiene como objetivo conmover al corazón, herir la conciencia, anudarse en esa parte íntima de nosotros que algunos llaman alma. Se ha ido el poeta del amor, el poeta del compromiso. Y es que, aunque trabajara todos los géneros literarios con una sobriedad y sencillez intachables, en sus novelas, sus cuentos, sus obras de teatro, en todo lo demás, suena de fondo el inconfundible estribillo de la poesía. Ahora recuerdo con cariño cuántas veces me han acompañado sus versos, cuántas veces los he compartido, cuántas veces me los he inyectado bajo la piel y he sentido como fluían por mis venas. Y es que aún siento como mía esa voz tan sencillamente cómplice cada vez que vuelvo a leer Corazón coraza, y he llegado a la conclusión de que, definitivamente, mi única noción de patria es esa extraña urgencia de decir nosotros. Recuerdo una vez, hace algunos años, en que tuve ocasión de verle y oirle recitar. Fue en el salón de actos de la Facultad, que estaba lleno a reventar, con muchos de nosotros ocupando escaño en el suelo. Y todos callábamos para dejar paso a esa voz dulce y calmada, que iba tejiendo poco a poco la maraña suave de su encanto, esos modestos retales de sustantivos y adjetivos con los que cada uno de nosotros se fabricaba un traje a medida. Le vi marcharse con su viejo maletín, su gesto distraído y mirada tierna. Y así lo recordaré para siempre. Es inevitable sentir esta tristeza cuando la vida impone su presagio mas fiable, que no es ni mas ni menos que la muerte. Benedetti vivió su vida con la dignidad suficiente para no dejar nunca de lado el compromiso, sufriendo a menudo las consecuencias, padeciendo persecución y exilio, probablemente con el alma metida en esa vieja maleta, de ciudad en ciudad, hasta que, poco a poco, le fue doliendo, se le fue apagando, aunque no por ello dejó nunca de escribir. Hoy sólo nos queda agradecerle tantos momentos especiales, agradecerle que haya defendido la alegría, que nos haya recordado que el sur tambien existe, que lo mejor es abrir el corazón, que otro mundo es posible. Es cierto que este mundo parece ahora, sin su tímida presencia bajo nuestro cielo, un poquito mas triste, un poquito mas vacío. Pero, por encima de los premios que tuvo y que no tuvo, que nunca llegó a desear, queda el mejor reconocimiento que puede tener su obra. El nuestro. El haber llegado a conmover a tantas personas. El haber pintado de colores tantas vidas. La certeza de saber que no le olvidaremos. Porque quedar en la memoria es el mejor homenaje que puede recibir cualquier escritor. Y eso es mejor que ese premio nobel de literatura que nunca le dieron. Sus palabras y sus versos forman ya parte indisoluble de mi, y así seguirá siendo hasta el día en que me toque cerrar los ojos. Hasta siempre, viejo amigo. De todo corazón. Hasta siempre.

lunes, 18 de mayo de 2009

Despertar

Abro los ojos como un acto reflejo, lo que no deja de ser una forma improvisada de levar anclas, de incendiar las naves. La luz tenue que se cuela por las rendijas de la persiana basta para quemarme la piel, para dejar un sello candente en este alma tan noctámbula, para arrancarme de cuajo de ese extraño limbo de las percepciones donde se viven los sueños sin necesidad de dejarse el sueldo en alquileres. Ahora estoy despierto. Despierto y desangrándome en silencio. Siento como la vida se me escapa a raudales por las venas abiertas de par en par, por estas heridas sin cicatrizar, empapando las sábanas y el colchón con un reguero agridulce de sudor, plasma, glóbulos rojos y Havana 7. Se que fuera amanece. En este momento intuyo que sólo la luz del alba y las miradas cicatrizan. Repaso los renglones de mi cuarto al amparo de la escasa luz que se aventura a cruzar el paso fronterizo de mi ventana abierta. A los pies de mi cama, toda una antología de la vigilia, todo un universo visceral compuesto por papeles escritos, sobres sellados, un poemario de Bukowski, otro de Rimbaud, un cenicero hambriento de cenizas, la baraja de poker, un abrecartas con instintos asesinos, la taza del último café. Por un instante pienso que no hay vida mas allá de las paredes de esta habitación. Busco a tientas algo con lo que cubrir mi desnudez antes de emprender el camino de la ducha, antes de calzarme una máscara apropiada para mirar directamente a los ojos a esta ciudad cuando despierte, cuando engalane sus calles recien pintadas. Que lástima no tener a mano tu risa para barrer esas aceras. Que pena no tener hoy tu corazón en la mesilla para llevármelo a la boca, en vez de masticar cristales rotos. Abro el grifo y dejo que el agua fria se deslice por las esquinas de mi piel, llevándose con ella los últimos posos que deja el sueño en los surcos del alma. Esta tormenta en miniatura me hace evocar otros temporales, otros chaparrones, que, solemnes, implacables, desordenan mis ideas, arrancándome la ropa, las certezas y la sombra a jirones. De repente, envuelto en la toalla, descubro con cierta timidez que, como cada mañana, vuelvo a nacer. Me asomo al espejo. Todo sigue igual al otro lado. En el armario tengo escondido un pequeño arco iris de tonos grises, un mar embravecido, billetes de ida hacia ninguna parte, y unas zapatillas para huir si el tiempo y la vida apremian. No puedo evitar mirar de reojo el reloj que, clavado en la pared, pasa la cuenta de las horas, los minutos vividos. Ese abismo impenetrable que resume en un tic-tac la esencia de cada paso. Al otro lado, está la muerte. Dejo atrás los rescoldos de la última noche. Cruzo la calle de puntillas, como un fugitivo, y traspaso sin ceremonias el umbral del café de la esquina. Y en la televisión las noticias de otras veces. Me asomo, como cada mañana, a mi primera taza de café, mientras por la ventana, se cuela la luz del primer sol. Me inyecto su calor en vena. Y pienso que, quizás, no todo esta perdido.

sábado, 28 de marzo de 2009

A Miguel Hernández (Compañero del alma, compañero...)


"Para la libertad, sangro, lucho, pervivo...
Para la libertad, siento mas corazones que arenas en mi pecho..."

Hoy, aprovechando que se cumplen sesenta y siete años de su muerte, quiero rendir homenaje a uno de los autores que mas han marcado mi vida. Me refiero a Miguel Hernández, el poeta del pueblo. Mis recuerdos van mucho mas allá de los años de bachillerato. Mi primer libro de poesía, que aun conservo, fue una recopilación de algunos de sus poemas, reunidos en un volumen especial para niños. Porque eso era yo, tan solo un niño de segundo o tercer curso de EGB. Recuerdo que nos entregaron el libro en una visita que organizó nuestro colegio a un centro cultural del barrio. Lo primero que me llamó la atención, obviamente, fue la portada. En ella se representaba el dibujo de un niño escuálido llevándose un triste mendrugo de pan a la boca, y su tétrica silueta recortándose contra un sol moribundo, sobre un campo arado. Después nos leyeron el poema "El niño yuntero", y nos explicaron algunas cosas sobre el autor, sobre su vida, sobre los tiempos en los que le tocó vivir, y sobre como su obra se relacionó de forma evidente con su entorno, con sus aspiraciones y sus tragedias. Dejando de lado los recuerdos de la infancia, siempre tan atractivos y a menudo demasiado idealizados, me atrevo a formular una pregunta. ¿Por qué leer a Miguel Hernández? Yo tengo unas cuántas respuestas, aunque podrían resumirse en una sola; por su autenticidad. Durante todos estos años, en los que han pasado tantos libros por mis manos, nunca me he desprendido de los versos del poeta de Orihuela. Todavía me sigue emocionando indescriptiblemente esa voz desgarradora, testimonio de un profundo dolor, cuyo potencial calibre, cuyo sufrimiento íntimo, se abre ante mi como si mi corazón fuera cómplice único para soportar conjuntamente tan honda tristeza. Porque Miguel Hernández fue un poeta que escribió desde y para el dolor. Destaco tambien su perfección formal, su uso audaz de las imágenes y las metáforas, su dominio de la versificación. Pero, dejando a un lado aspectos puramente estéticos, Miguel Hernández fue, ante todo, el poeta del pueblo. Hago esta afirmación sin ningún remordimiento, y con conocimiento de causa, lejos de cualquier intención de politizar su obra (por desgracia, tan politizada por algunos aprovechados que ni sienten ni entienden lo que significa la poesía). Porque al leer sus poemas descubro una voz que se identifica con los oprimidos, con los más humildes, con los olvidados. Porque, de repente, se convierten en poemas los campesinos, los obreros, los milicianos, los niños yunteros, el sudor, el trabajo, el hambre... Yo tambien he llorado con el al hijo hambriento que se amamantaba de cebollas, al amigo muerto, Ramón Sitjé, y he sentido la profunda herida de la guerra, con los trenes de los heridos, con las madres que escondían su vientre, con los presos hacinados y las voces amuralladas de los que se quedaban. Mas allá de cualquier estudio filológico, de la propaganda política y los críticos literarios, Miguel Hernández es, ante todo, el poeta del pueblo, el poeta leal, que compartió con otros muchos el cruel destino que se impuso a todos aquellos que lucharon por lo que creyeron justo. Pero aunque intentaron acallarla, aunque trataron por todos los medios de silenciarla, su voz no se quebró ni se quedó olvidada en las cunetas del tiempo. Porque al final venció a la muerte y al olvido. Y hoy, pese a todo, sigue viva y activa, y su significado no ha perdido sentido. Probablemente, la poesía de Miguel Hernández ha sido uno de los motivos por los que aprecio la palabra escrita, por los que siento la necesidad de empuñar el bolígrafo y el papel. Por todos estos motivos, porque sus palabras, hermosas, profundas y verdaderas han llegado hasta aquí, y por tantas otras cosas, hoy siento el deber de compartirlas, de mantener viva su fuerza para que sirvan de sustento a los que vendrán, porque quedar en la memoria es el mejor homenaje que puede recibir un poeta. Y para que nosotros podamos seguir haciéndolas nuestras.


Sonreír con la alegre tristeza del olivo.Esperar. No cansarse de esperar la alegría.Sonriamos. Doremos la luz de cada día en esta alegre y triste vanidad de estar vivo.”


miércoles, 25 de marzo de 2009

Noche callada (o luna de metal)


Esta noche retrocede, se contrae sobre si misma, atizando las brasas de sus certezas, refugiándose en la excusa que le brindan sus propias incertidumbres. Yo repaso mis azares sin engaños ni desengaños, sin mucha prisa. Las cuerdas vocales se tensan en mi garganta. Y de repente sólo hay hueco para las ausencias, para el olvido. Para el silencio. Esta noche pintan copas, y yo escribo en mis renglones algunos gritos ahogados. Las palabras resisten en la trinchera de las percepciones, sin plantearse, quizás, que son cadenas, de humo o de metal, lo que las mantiene ancladas al pecho. Siempre me quedará el recurso de la duda, la rabia incierta que me inculca el hecho de intuirme libre. Nunca he sabido manejarme en el submundo de las solemnidades. Me bastan estos sueños de cuneta, con los que construyo barcos de papel que surcan los siete mares, con los que descorcho cada pétalo de esta realidad cuyo tacto me recuerda a veces al de una hoja de acero recien afilada. Esta noche le daré un navajazo al tiempo. Pero recordaré que las corazas tambien son de metal, y que algunos corazones casi no pueden echar a andar cuando les golpea la exigencia, debido al peso de su armadura, al lastre de los abrazos que no se acaban de olvidar. Recordaré que ya se lo que son las lágrimas de metal, aquellas que me dejé olvidadas en algún rincón, a cambio de desabrochar botones, de llevarme algunos pechos a la boca. A fuerza de herirme y desangrarme, de cambiar lunas por amaneceres.

sábado, 21 de febrero de 2009

Arrabales de Febrero

La música de fondo en mi último sueño no era más que el rugido del despertador. Subo el telón, abro la ventana, comienza la función. Tras el cristal, Girona trata de seducirme con sus paseos arbolados, con sus faroles apagados, sus puestos de verduras, el olor a lluvia y a mercado. Esta mañana soleada lleva pintada una primavera algo visceral, algo prematura. Yo improviso unos versos y un par de tazas de café, mientras vigilo de cerca el tráfico sobre el asfalto, y un atardecer que se intuye algo despeinado. Sobre la mesa un pequeño universo, también improvisado, con mis papeles revueltos, con relámpagos en vena, resguardos de quiniela, un billete de ida hacia la costa, bolígrafos que sangran sobre páginas abiertas, gigantes y molinos de viento. Hoy cada minuto se desliza con cuentagotas. Pienso en las flores que tengo pendiente plantar sobre tu regazo. Pendientes, quizás, por miedo a que se marchiten al roce del invierno. Pienso en la delgada y tibia franja de horizonte que imagino bajo tus párpados dormidos. Desde mi ventana sólo veo la trastienda de esos sueños, un universo de antenas y de cables, los arrabales de febrero. Repaso mi perplejidad asomado a la segunda taza de café. Acaricio con algún reparo las páginas de un libro de Juan Rulfo. Me resiento un poco al pensar en mis intransigencias, en mis inviernos íntimos y en esas nubes que no quiero que me quiten. Me pregunto si tal vez me he acostumbrado a vivir en la línea del frente, si alguna vez seré capaz de respirar lejos del barro de la trinchera. Intuyo que pensar requiere a menudo cierta dosis de cinismo o una pizca de autocomprensión. Mañana romperé la rutina con mi billete de ida hacia la costa, con un poco de mar pintando el horizonte, y una cita pendiente con las páginas de mi inventario personal. Y ya de paso, me traeré algunos colores para pintarle la cara al mes de febrero.

lunes, 26 de enero de 2009

Principio de Incertidumbre (Días como hoy)

La brisa se hace esperar. Días como hoy descubro que no se pasarle un trapito a las solemnidades. Que dejarte la puerta abierta no implica por defecto que hoy duermas sobre mi colchón. Y las horas pasan lentamente mientras navego entre páginas de fieltro, mientras pinto mis sueños con bocanadas de humo. Días como hoy mi ventana se viste con el color de las nubes, con esta luz muerta que se cuela por las rendijas, con este silencio de esquelas que adquiere cierto aire de ritualidad. Días como hoy sólo me animo a apostar por las ojeras, por la palidez en el rostro y en los argumentos. Días como hoy, solemnes y mudos, me recuerdan a la pulcritud descafeinada de una fórmula matemática, precisa, sutil, vacía e inerte. Días como hoy me desangro casi por inercia, y soy la sombra de un fantasma que pasea sus desencuentros por estas aceras preñadas de charcos, por calles que no acaban de despertar. Días como hoy me sobran las palabras y los atardeceres, porque sólo pesan los recuerdos, los minutos y las horas, las ausencias, y esas miradas que hieren, que se clavan como puñales. Días como hoy la incertidumbre me define. Y me resumo en la rutina. La rutina de mezclar el sabor de mis lágrimas con las alturas del miedo, donde la consigna es perderse en la lejanía, con un libro y un lápiz, para tratar de recuperar eso que llaman "paz interior". Días como hoy mi escritorio y mi conciencia se llenan de interrogantes, de vasos vacíos y bocetos de poemas. Y me pregunto si se puede llamar vida a esta tendencia a doblar esquinas y a esquivar espejos, a esta inconsistencia de teléfonos, cafeteras y lentes de contacto. Días como hoy la colada me recuerda al arco iris, y de pronto se me ocurre que ese cielo malnacido me debe una tormenta. Vuelvo a mirar por la ventana maldiciendo esta luz sucia que mancha de inquietudes los tejados, las fachadas, las sobremesas de domingo. Y sin embargo me sobra valor para mirar al otro lado del cristal, para abrirme las venas, para volver a empezar. Días como hoy me basta con saberme vivo, con no sentir indiferencia, ni echar raíces en la cuneta. Días como hoy me basta con saber que, quizás, mañana será otro día...