miércoles, 29 de octubre de 2008

... y el cielo sobre Berlín



La noche no tardó en pasar en aquel autobús de línea. Supongo que había unas cuantas cosas en las que pensar mientras cruzaba varias fronteras... La que dibuja dos paises sobre el mapa, pero también la que separa el sueño de la vigilia. Llegamos temprano, cuando la ciudad aún despertaba en mitad de un silencio casi ritual. Y después, cuatro días para saldar algunas cuentas pendientes, para romper con ciertos tópicos. Berlín es una ciudad que trasciende las guías de viajes y los libros de Historia. Como en cualquier capital europea, existen infinidad de museos, parques, monumentos y todas esas cosas que casi siempre acaparan las visitas turísticas. Pero más allá de todo destaca la presencia, la intensidad, de ese cielo callado que sirvió de escenario para la utopía de Wim Wenders, que cubre con su manto las calles de Kreuzberg y Lichtenberg. Un cielo que recuerda. Y es que, ante todo, Berlín es una ciudad que ha hecho de la memoria una vocación. El 10 de mayo de 1933, en la Bebelplatz, fueron quemados unos veinte mil libros, incluyendo obras de Thommas Mann, Karl Marx y Heinrich Heine. Poco después arderían corazones de carne y hueso. Siguieron capítulos no menos dramáticos en forma de bombardeos, escombros, cartillas de racionamiento, bloqueos, muros y torres de vigilancia. Polvo y cenizas. Caminando por Ünter den Liden hay quien piensa que los finales pueden ser felices. Donde antaño había fronteras y alambradas, hoy se puede tomar un frapuccino con el sello inconfundible de Starbucks. O comprar postales con un pedacito del Muro en cualquiera de las tiendas de souvenirs que se alzan a ambos lados del bulevar. Ya sabes. Desde que a Hollywood llega una línea del metro de Moscú, a uno no le sorprendería ver la boda de Lenin con Sza Sza Gabor, o a un Rambo sonriente firmando autógrafos en Bucarest. La imaginación al poder... Pero tras las luces de neón, las cervezas de trigo y el currywürst, la ciudad no trata de ocultar sus páginas más oscuras, que sirven a la vez como advertencia. En una época que algunos definen como la "Edad del desencanto", en un momento cercano a lo que Fukuyama concibe como el "fin de la historia", Berlín nos recuerda que la Historia (si, con mayúsculas) no ha terminado. Mi generación es la generación de los okupas, de los insumisos, del "nunca mais" y el "no a la guerra", de los estudiantes corriendo delante de los de azul, de los proyectos de solidaridad, de "los chicos del barrio", los contratos basura, de los versos de Galeano y García Montero, de los que escuchan a Extremoduro y Silvio Rodríguez. El totalitarismo, tan sutil en estos tiempos, no es ni mucho menos una pieza de museo. Si, la Historia sigue viva. Del viaje me quedo con muchas cosas. Especialmente con un paseo por el Tiergarten en el que reflexionaba sobre estas ideas, sobre nuestro papel en la escena. Y también me veía como uno de esos ángeles de Wim Wenders. Porque quizás nos parezcamos un poco a aquellos ángeles, que observaban desde las alturas un mundo en blanco y negro. Soñando un arco iris. Aprendiendo a amar. Aprendiendo a vivir.

domingo, 19 de octubre de 2008

Amsterdam



Leve llovizna en Eindhoven. Un billete de tren, maletas a cuestas y planes pendientes. La Estación Central de Amsterdam me recuerda a la Torre de Babel, con una arquitectura demasiado pretenciosa, con miradas ajenas que se expresan en un amasijo de lenguas muy variado, no siempre comprensible. Algún día me plantearé escribir una gramática de las miradas. De la pensión nada destacable, a no ser una escalera empinada y de peldaños sobrios en los que apenas cabía un pie que pretendiera dar un paso. Uno se planteaba que quizás llevara al cielo. Pero nunca llegué a pasar de la cuarta planta. Calles limpias, miradas evasivas, desfile acompasado de bicicletas kamikazes, coffee-shops, tranvias que se pierden tras las esquinas, cómida rápida. Y esa llovizna que no para de empapar el corazón y la chaqueta. Es cierto que en Holanda hace frío, y se observa de forma especial en el carácter de sus habitantes. Quizás forme parte de su naturaleza, o quizás, simplemente, nuestras formas y acento recuerden vagamente a la Casa de Alba, que debió ser muy querida por aquí en los tiempos del capitán Alatriste. Paseos interminables, siempre sin rumbo fijo, canales aqui y allá, luciérnagas tras los escaparates, flores a la carta, y cuerpos también a la carta. El Barrio Rojo me recuerda a una carnicería cualquiera, con alguna diferencia fácilmente apreciable; el caminante selecciona la pieza que pretende llevarse a la boca, y con ella quizás se lleve un pedazo del alma de la mujer que tirita tras el cristal. A menudo el capital corrompe hasta la intimidad más indefinible del ser humano. Como vemos a lo largo y ancho del planeta, existen almas que se pueden comprar por treinta piezas de plata. O incluso por menos. Siempre asequibles para determinados bolsillos, para vientres a prueba de metralla y escrupulos que a menudo se confunden con la suela de los zapatos. Seguimos fumando flores, compartiendo hazañas, esquivando viejas cicatrices y paseando sin rumbo. Quedarán pendientes para la próxima huída algunos cuadros de Vermeer y Van Gogh, unas cuantas cartas y, probablemente, nuevos horizontes.