miércoles, 19 de mayo de 2010

A Ronnie James Dio (Die Young)


Behind a smile
There´s danger and a promise to be told
You´ll never get old
Life´s fantasy
To be locked away and still to think you´re free
You´re free!!
You´re free!!

So live for today
Tomorrow never comes
Die young, die young
Can´t you see the writing in the air?
Die young, gonna die young
Someone stopped the fair.

El pasado dieciséis de mayo nos ha dejado, a la edad de sesenta y siete años, el gran Ronnie James Dio. Teniendo en cuenta la escasa repercusión que ha tenido la noticia en los medios de comunicación, así como la posibilidad de que muchos de vosotros ni siquiera le conocierais, he decidido dedicarle un pequeño espacio en mi kuaderno a modo de merecido homenaje. El mundo del heavy metal llora hoy la pérdida de una de sus figuras mas relevantes y entrañables, de su voz mas emblemática y potente. Porque ha muerto el mas grande, uno de esos pocos artistas dentro de este mundillo que podía presumir de ser una auténtica leyenda en vida. Sería una locura tratar de resumir en estas breves líneas sus mas de cuatro décadas en activo como vocalista de bandas como Rainbow, Black Sabbath y Dio entre otras. Prefiero centrarme en lo que ha significado para mi, y probablemente para muchas otras personas a las que esta música les dice algo. No suelo ser amigo de los arrebatos de emotividad que surgen cuando fallece alguna de esas personas que llamamos “estrellas”. Como muchos de vosotros ya sabéis soy de los que piensa que a este mundo le sobran altares. Pero debo reconocer que, en este caso, me he sentido profundamente conmovido por esta noticia tan inesperada. Quizás tenga algo que ver esta predisposición a la nostalgia, o tal vez esa magia que tiene la música a la hora de remover sentimientos, de hacernos evocar ciertos momentos. Ahora recuerdo los buenos ratos que he pasado a lo largo de estos años con las canciones de Dio sonando de fondo… en los conciertos, en los bares, en mi habitación, en compañía o en solitario. Para los que hemos tenido el privilegio de verle actuar en directo se hace duro pensar de repente que ya no volveremos a verle sobre un escenario, que tendremos que resignarnos a no encontrar su nombre en el cartel del siguiente festival del verano, que ya no habrá próxima gira en la que dejarnos la garganta coreando los estribillos de tantas canciones que podrían ser perfectamente los himnos de toda una vida. Porque cuando Dio alzaba su inconfundible voz desde el escenario una extraña magia se apoderaba del ambiente alcanzando a todos y cada uno de los presentes, sin permitir que nadie se marchara indiferente. Todo esto me hace reflexionar sobre el paso del tiempo, sobre lo que significa dejar atrás tantos rostros y momentos vividos que habrán de volver de vez en cuando disfrazados de recuerdos. Ahora, que me miro al espejo y descubro que sigo sin cortarme la melena, que salgo por los mismos bares, que escucho una y otra vez las mismas canciones, que continuo alimentando algunos sueños, algunas causas perdidas, me pregunto hasta que punto el tiempo nos hace cambiar, o hasta donde podemos seguir considerándonos nosotros mismos. Probablemente algo dentro de mi seguirá temblando cada vez que en la Urbe suene Rainbow in the Dark, Rock and Roll Children o Heaven and Hell. Y probablemente piense que, de alguna forma, sigues con nosotros. Se que te habría gustado morir sobre las tablas, con las botas puestas, en primera línea de frente con un micro en la mano. Pero el maldito cáncer te lo ha impedido. Sin embargo, ahora eres inmortal, porque nos quedará tu música, los recuerdos que nos traerán tus canciones, que seguirán sonando mientras este planeta siga dando vueltas. Sabemos que, de alguna forma, una pequeña parte de nosotros se ha marchado contigo, que los rockeros nos hemos quedado un poco huérfanos, ahora que no estás. Pero sabemos también que una parte de ti se quedará con nosotros. Hasta siempre, viejo amigo. Te echaremos de menos.

lunes, 3 de mayo de 2010

Marble Eyes (De miradas, héroes y esculturas)


Al entrar al British Museum procuré dejar tendidas mis ironías junto a la salida de emergencia. Se trataba de escribir sobre las tablas ese mismo guión que venía repasando desde mi niñez. Por eso, al traspasar el umbral de la puerta no pude evitar cerrar los ojos, tal vez para no perder detalles mientras repasaba las incontables ocasiones en las que había soñado ese momento. Mereció la pena. Porque al volver a abrirlos me encontré de pronto bajo la impresionante cubierta de cristal diseñada por Norman Foster, que desempeñaba a la perfección el papel de cielo. Allí estaban los bajorrelieves del palacio de Nimrud, los mármoles del Partenón, la piedra de Rosetta… Toda una antología de la belleza que disfrutar de la única manera posible. A través de los sentidos. Es difícil resumir las sensaciones que me invadían al contemplar cualquiera de aquellas hermosas Afroditas de mirada ausente. Tal vez no baste la complicidad del mármol para expresar los latidos de vida que encierran esas estatuas, para contener las sutilezas de un alma inquieta. Un alma que tirita en cada latido. A veces pienso que estamos esculpidos en el interior de las piedras. Nadie sospecha lo que sudamos. Nadie sabe cuántas veces nos deshacemos en heridas mal cicatrizadas. Tal vez nos digamos a menudo que nada es para tanto, mientras buscamos el abrigo de algunos baños que parecen farmacias. Confieso que a veces me duele no encontrar el brillo de la vida en los ojos de las estatuas. Porque existe una gramática de las miradas, sutil e intensa, capaz de encerrar en su lenguaje una fuerza expresiva que trasciende los límites del silencio. Y sin embargo, a veces pienso que ese vacío nos es mas que un cielo azul sobre el que pintar nubes que se dan la mano. Hoy nadie cree en los antiguos dioses. Los hemos convertido en piezas de museo, aunque a este mundo le sobran altares, y a veces se desborda por la fragilidad de tantos héroes posmodernos. Hombres y mujeres que navegan por las aceras de sus ciudades, con sus pequeños y grandes sueños, con sus luchas, sus fracasos, sus modestas alegrías, sus tragedias cotidianas. Con sus miradas vivas, con sus manos agrietadas que saben sembrar, que saben dar caricias. Y son esas mismas manos las que escriben la Historia. Llegué a sentirme como Sísifo, acarreando su enorme piedra rumbo a una cima que quedaba velada por la niebla londinense. Canté a coro con las sirenas del pub de la esquina. Levanté mi pinta de cerveza para brindar con Orfeo mientras planificábamos una nueva fuga a los infiernos. El Olimpo quedaba demasiado lejos, justo al otro lado de la Northern Line. Y sólo me quedaban unas cuántas monedas en el bolsillo, que preferí reservarme para pagar a Caronte, por si me decidía a cruzar un Támesis disfrazado de laguna Estigia. Después de todo, como escribió Cavafis, lo importante no era llegar a Ítaca. Lo importante era el viaje. Al final la primavera siempre acaba por despejar todas las dudas. Y al vivir esta sutil mitología de lo cotidiano, me quedo con ese momento en el que Ícaro movía sus alas con la esperanza de rozar el cielo con los labios.