domingo, 28 de noviembre de 2010

Lisboa (De mares, fachadas y saudades)

La noche iba quedando atrás mientras aquel viejo tren reptaba perezosamente a través de extensas llanuras que dormían. Desde el andén de Santa Apolonia pude contemplar las fachadas del barrio de Alfama, en las que el tiempo y las lágrimas dejaron huella de su paso. Lisboa me recibía con una luz tenue de mañana adormecida, con una leve llovizna, con el sabor de un buen café que me despertaba, un abrazo de amistad y uno de esos pastelitos de Belem que acaricían el paladar, llenándote la boca de dulces expectativas. Después, tuve cuatro días para pasear y naufragar a mis anchas, para conocer los rincones mágicos de una ciudad que, desde su asiento del estuario, siempre quiso mirar mas allá de los mares que se interponían entre el mundo real y el imaginario. El Mosteiro dos Jeronimos se yergue esbelto en el mismo lugar en el que antaño algunos hombres velaron una noche entera antes de entregarse a los caprichos del océano, antes de emprender un largo viaje hacia lo desconocido que habría de llevarles hasta las costas de la India. Hoy es fácil darse cuenta de que las cosas han cambiado, aunque Lisboa conserva en sus fachadas desgastadas, en sus cuestas adoquinadas, esa extraña sensación de vetusta atemporalidad que llena todos sus rincones. Es como si su reloj se hubiera quedado detenido en algún punto del pasado, mientras que, a su alrededor, el tiempo hubiera seguido su camino hacia delante. Quizás eso explique ese curioso sentimiento que los portugueses llaman saudade, que podría resumirse en la necesidad de mirar hacia atrás con cierta nostalgia, aceptando ese pesar que supone caer en la cuenta de que no se puede recuperar todo lo vivido, de que el pasado seguirá ahí, hiriendo la conciencia al recordarlo, con la impotencia que surge como consecuencia de esas leyes de la física que dictan a las manillas del reloj cierta urgencia por seguir caminando hacia delante. Quizás eso explique a su vez la esencia del fado que se escucha de fondo al doblar algunas esquinas. Y sin embargo, nosotros volvimos a imponer el criterio del presente. Porque entre vaso y vaso de Oporto surgían los recuerdos de lo vivido, las estampas del ayer, pero también las expectativas, los anhelos del mañana, las ganas de vivir, de apurar aquella noche. Brindamos en las calles del Bairro Alto, y sobre los manteles de papel del Dom Pedro, a nuestra salud, por una amistad a la que aún le quedarán algunas páginas por escribir, algunos vasos que dejar vacíos. Quizás no haya llegado aún el momento de vivir de los recuerdos, aunque, de una forma o de otra, pese a la poesía del asunto, no es sano alimentarse del pan duro que a veces es lo único que queda del pasado. Porque debemos escribir nuestra historia cada mañana al despertar, al enfrentarnos vez tras vez al mar embravecido que se extiende a orillas del colchón. Cada día que vivimos afrontamos ese océano de la existencia que puede reservarnos todo tipo de sorpresas y naufragios. Y al mirar atrás recordamos viejas historias de sirenas, piratas o tesoros, o quizás, simplemente, nos limitamos a pensar en las colonias. Depende de nosotros mismos. Pero lo que importa es saber mirar hacia delante, y sobre todo, saber disfrutar de la travesía. Desde los miradores de Lisboa puede contemplarse la ciudad a orillas del Tajo, y ese mar que acecha en la distancia, que puede ser el camino hacia mundos soñados, pero también esa fuerza implacable del destino que se amotina, inundando las calles y dejando tras de si una estela de escombros y vidas ahogadas. Sin embargo, cualquiera puede ver desde allí arriba que Lisboa también se encuentra a orillas del cielo.

sábado, 27 de noviembre de 2010

La cita (II)(De caminos, relojes y esperanzas)

Verte aparecer por la puerta de aquel bar, con la sonrisa de costumbre, debió ser casi como ver amanecer algunas horas mas tarde desde el coche. La noche nos reservaba algunos brindis y abrazos, alguna canción con la que dejarnos la garganta, sin importarnos que no hubiera radiocasete. Tras las ventanillas bajadas, o desde lo alto del parque, volvíamos a ver como Madrid volvía a estar, una vez mas, a nuestros pies. A lo largo de los últimos diez años habíamos demostrado que el tiempo no vence todas las batallas. Habíamos conquistado Roma, Amsterdam, Berlín, y habíamos vuelto en mas de una ocasión a contemplar la Alhambra desde aquella plaza arbolada que bautizamos como el mirador del califa. Habíamos caminado por playas y horizontes infinitos, habíamos echado anclas en mas de una barra, habíamos dejado que mas de una sirena nos embaucara con su canto. Habíamos vivido tantos momentos buenos que sería imposible recordarlos, y cuando a alguno de nosotros le tocaba degustar los tragos mas amargos, ahí estaba el otro para hacer que el ánimo volviera a fluir por las venas. Tal vez aún nos queden duras batallas por delante. Las manillas del reloj seguirán dando vueltas, igual que vueltas seguirá dando la vida. Porque nunca se sabe que es lo que nos espera al doblar la próxima esquina. Hoy vuelves a afrontar un otoño sin renglones. Quizás te preguntes, una vez mas, qué hacer cuando el vacío echa sus raíces al fondo del pecho, cuando el alma se llena de tachones. Pero sabes, como yo, que todo dependerá de ti mismo, que tienes la fuerza necesaria para empuñar las armas y volver a la batalla, Yo seguiré tratando de encontrarme, meciéndome en esos brazos que hoy me abrazan, ejerciendo esta vocación por el exilio que me lleva a naufragar en ciudades a deshoras, con esa lluvia fina que a veces hace brillar las estrellas sobre las aceras, calando los corazones que laten sin paraguas ni contemplaciones. Pero se que, después de todo, allí donde tiritan algunos de ellos es donde siempre estará mi hogar, que es algo mas que cuatro simples paredes. Seguiremos asumiendo los cambios, los paréntesis, viviendo en el camino. A veces caeremos en la cuenta de que, efectivamente, la vida iba en serio. Verás que, mas pronto que tarde, vuelve a despuntar el sol en tus amaneceres. Verás como, tras el invierno, volverás a sentir ese tacto inconfundible de la primavera llenando con sus luces cada rincón. Aún nos quedarán muchas citas pendientes con la vida, una infinidad de horizontes que recorrer por primera vez, pero también esos rincones a los que regresar cada vez que el tiempo parezca escurrirse entre nuestras manos. El secreto está en saborear cada instante como si la vida nunca fuera a dar marcha atrás, como si cada segundo vivido fuera un quiebro a ese reloj que pretende imponernos su criterio. Aún nos quedan algunas cartas que poner sobre el tapete, y si el tiempo pretende jugársela a una mano, siempre nos quedará una baraja rota al fondo del bolsillo. Pero, sobre todo, recuerda que dentro de diez años tienes otra cita…

jueves, 11 de noviembre de 2010

La cita (I) (De bares, promesas y recuerdos)

Nada o casi nada había cambiado al abrigo de aquel bar. Yo afrontaba ese careo con el tiempo sin tener muy claro si, al menos, podría ganarle otra batalla. Mientras te esperaba fui sacando poco a poco los recuerdos del baúl. Todo aquello que habíamos llevado a cuestas a lo largo de los últimos diez años, todo aquello que habíamos vivido. Lo mucho que habíamos reído, lo mucho que habíamos amado, pero también lo mucho que habíamos ido dejando atrás a cada paso. Por primera vez, fui realmente consciente de lo rápido que giraban las manillas del reloj. Pero, al fin y al cabo, allí estaba, paseando el bolígrafo sobre mis páginas inciertas, que ardían sólo con rozarlas, levantando la cabeza para mirar de reojo hacia la puerta cada vez que el chasquido de sus goznes rompía la monotonía de aquel silencio tan poco compasivo. A veces se me escapaba algún recuerdo que salpicaba la árida planicie de aquella mesa de madera. Otras veces, me bastaba un rápido vistazo a la espesura del bar para darme cuenta de que todo encajaba con aquella imagen idílica que tantas veces habíamos imaginado, que se ajustaba de forma alarmantemente precisa a lo estricto del guión. De pronto los recuerdos se mezclaban con las expectativas. Por no faltar, no faltaba ni la rubia que fumaba al final de la barra. Y los recuerdos seguían amontonándose sobre la mesa, como las colillas en el cenicero. Pasaban los minutos y las horas, con esa misma naturalidad hiriente con la que pasan los años. Pedí otra cerveza. Tal vez me asaltaran algunas dudas, o lo que es peor, algunas certezas. Pero sabía que seguiría esperándote para brindar contigo o con tu silla vacía. Fuese como fuese, seguiría esperándote , abandonándome a esos recuerdos que había ido sacando cuidadosamente del baúl, que irían tiñendo de cenizas aquella mesa arrinconada en las esquinas del tiempo. Fuese como fuese, sería hermoso vivir aquella espera.

martes, 7 de septiembre de 2010

Anatomía de la lluvia (I) (De tormentas, ángeles y charcos)


Llueve. Esas gotas de lluvia son como pequeñas estrellas que caen desde las alturas, suspiros encendidos de este cielo de verano. En mis recuerdos también oigo caer la lluvia. Vuelvo a ver una ciudad envuelta en su traje gris bajo un cielo plateado tras el cual podía intuirse el firmamento. Recuerdo aquellas cartas que escribí junto a una ventana. Mientras me derramaba sobre esas páginas en blanco veía como se empapaba la trastienda de mis sueños, como aquel universo de tejados, aceras y chimeneas se iba poco a poco llenando de charcos. Porque hay veces, mi vida, que tenemos que bebernos esa lluvia ácida mezclada con ibuprofeno. Hay veces que la tormenta se nos viene encima, calando sobre una piel que no sabe hacer de impermeable, llenándonos el alma de goteras. Hoy, sin embargo, vuelvo a ver la poesía que encierran esos mismos arrebatos de lluvia. Versos que en su brevedad nutren la tierra mientras el cielo entero se viste de plata. Charcos como espejos, que a veces nos devuelven la sonrisa, que al fragmentarse bajo nuestros pasos se cuelan tímidamente entre las sandalias para ofrecernos la frescura de su tacto, haciéndonos evocar la caricia de las orillas. Esas gotas de lluvia que arañan los cristales del café son lágrimas del cielo, esa extraña química del rocío que brota de unos ojos libres cuando el alma así lo impone. Y que al derramarse arrastran con ellas algunos sueños, algunos recuerdos, una parte íntima de nosotros mismos, dejando abierto de par en par ese telón tan infinitamente nuestro. Porque no hay horizonte mas sutil que el que se abre tras unos ojos, entre los pliegues de una mirada. Espejos de la inmensidad de un alma. Espejos y lágrimas se quiebran sobre las aceras de Madrid en esta tarde de verano, desvaneciéndose como ráfagas de viento. Pero dejan prendida del aire la estela de su magia, esa fragancia inconfundible que sugiere que esas lágrimas de lluvia que se abalanzan sobre desfiles de paraguas se componen de la misma materia que da forma a los sueños y a los ángeles. Hay quien dice que las tormentas son el llanto de los ángeles, que no pueden evitar llorar por el mundo. Sin embargo, yo pienso que esas lágrimas traen con ellas la emoción de esos seres intangibles que contemplan desde la quietud de sus nubes como la vida hierve aquí abajo. Confieso que hay momentos en los que un ateo no puede ocultar que, pese a todo, todavía sigue creyendo en los ángeles. Se que algunos de ellos se decidieron a tomar partido, cansados de mirar desde las alturas los latidos de un mundo en blanco y negro, lanzándose de cabeza hacia nuestras aceras para compartir los azares de una vida mortal, para poner color en nuestras vidas. Por fuera parecen de carne y hueso, pero basta abrirse paso hasta su alma para descubrir que los latidos de ese corazón que ocultan bajo el pecho son algo mas que simple materia. Basta mirarles a los ojos para ver que el alma que se esconde tras sus pupilas brilla con la misma intensidad que las estrellas. Cuando te abrazan, la sangre hierve en las venas. Y cuando te besan se detiene el tiempo en ese instante, haciendo que todo alrededor se paralice como las agujas de un reloj al que olvidamos darle cuerda. Ese instante resume en si mismo la esencia de todos los sentidos, los del cuerpo y los del alma. Por eso, cuando la lluvia araña mis cristales me acuerdo de ti. Y me pregunto si estarás llorando, porque, tal vez, el mundo no sea lo suficientemente grande como para acoger la magnitud de tu sonrisa. Porque quizás la vida tiene a veces ese tipo de cosas que nos humedecen los párpados y las pupilas sin que lleguemos a comprender las leyes de esa física implacable que rige las emociones. Pero debes saber que pronto volverá a salir el sol. Debes saber que, mientras tanto, tus lágrimas nutrirán de versos mis latidos. Estos versos que hoy te ofrezco para que tengas con ellos un fragmento de mi alma, de este corazón que ya es tuyo, y cumplir de paso con una de tantas promesas pendientes.

viernes, 9 de julio de 2010

Save Me (De autobuses, aceras y extrarradios)


Te escribo desde los arrabales inquietos de un verano sin comillas, desde un rincón cualquiera de esta periferia que nos vio nacer, que nos enseñó a crecer tratando siempre de mirar un poco mas allá, a imaginar un mar tras los pliegues del telón que dibujan esos horizontes imprecisos. Nada ha cambiado desde la última tormenta, salvo quizás esta piel que hoy se viste de corto y de sandalias, que se desnuda al mirarse al espejo de otra piel y sueña con naufragios. Que consiente que pase el tiempo sin dejar que se funda el acero enquistado en su mirada, sin renunciar nunca a ser su propio autorretrato. Una piel que hoy, sin entrar en los motivos, se empeña en recordar aquel roce de llovizna que calaba los abrigos dejando en entredicho esa función de coraza que a veces quiere desempeñar la piel, aquel tacto de niebla posada sobre las aceras. Subir a la segunda planta del autobús era casi como tocar el cielo. Cada vez que la tarde se escapaba entre fachadas de ladrillo y borrones de hollín, siempre me quedaba una ventanilla desde la que veía arder mis naves mientras rehacía esos atajos que me llevaban hasta tu barrio. Y en mitad del silencio alguna frase, garabateada toscamente sobre un pedazo de cristal. Sálvame de las ausencias, de las ironías, de los bombardeos, de esa niebla que ensucia miradas y horizontes. Sálvame de las sonrisas vacías, de las muecas, de los fragmentos de metralla. Sálvame del filo de la noche, de esas calles espantosas como grutas, de los alambres de espino que cierran la ruta hacia un cielo despejado. Sálvame de las dunas, del recuerdo, de las grietas, de esas sirenas de ambulancia que no dejan oír como cae la lluvia, de esas banderas que absorben el color para decretar el blanco y negro. Hoy vuelvo a escribirte con la conciencia mas tranquila, con este corazón que apura con cuidado cada latido, por fin a salvo, contemplando ese mar imaginario que acaricia nuestras costas y ensancha nuestros horizontes. Esperando que regreses para seguir compartiendo el privilegio de estar vivos.

miércoles, 19 de mayo de 2010

A Ronnie James Dio (Die Young)


Behind a smile
There´s danger and a promise to be told
You´ll never get old
Life´s fantasy
To be locked away and still to think you´re free
You´re free!!
You´re free!!

So live for today
Tomorrow never comes
Die young, die young
Can´t you see the writing in the air?
Die young, gonna die young
Someone stopped the fair.

El pasado dieciséis de mayo nos ha dejado, a la edad de sesenta y siete años, el gran Ronnie James Dio. Teniendo en cuenta la escasa repercusión que ha tenido la noticia en los medios de comunicación, así como la posibilidad de que muchos de vosotros ni siquiera le conocierais, he decidido dedicarle un pequeño espacio en mi kuaderno a modo de merecido homenaje. El mundo del heavy metal llora hoy la pérdida de una de sus figuras mas relevantes y entrañables, de su voz mas emblemática y potente. Porque ha muerto el mas grande, uno de esos pocos artistas dentro de este mundillo que podía presumir de ser una auténtica leyenda en vida. Sería una locura tratar de resumir en estas breves líneas sus mas de cuatro décadas en activo como vocalista de bandas como Rainbow, Black Sabbath y Dio entre otras. Prefiero centrarme en lo que ha significado para mi, y probablemente para muchas otras personas a las que esta música les dice algo. No suelo ser amigo de los arrebatos de emotividad que surgen cuando fallece alguna de esas personas que llamamos “estrellas”. Como muchos de vosotros ya sabéis soy de los que piensa que a este mundo le sobran altares. Pero debo reconocer que, en este caso, me he sentido profundamente conmovido por esta noticia tan inesperada. Quizás tenga algo que ver esta predisposición a la nostalgia, o tal vez esa magia que tiene la música a la hora de remover sentimientos, de hacernos evocar ciertos momentos. Ahora recuerdo los buenos ratos que he pasado a lo largo de estos años con las canciones de Dio sonando de fondo… en los conciertos, en los bares, en mi habitación, en compañía o en solitario. Para los que hemos tenido el privilegio de verle actuar en directo se hace duro pensar de repente que ya no volveremos a verle sobre un escenario, que tendremos que resignarnos a no encontrar su nombre en el cartel del siguiente festival del verano, que ya no habrá próxima gira en la que dejarnos la garganta coreando los estribillos de tantas canciones que podrían ser perfectamente los himnos de toda una vida. Porque cuando Dio alzaba su inconfundible voz desde el escenario una extraña magia se apoderaba del ambiente alcanzando a todos y cada uno de los presentes, sin permitir que nadie se marchara indiferente. Todo esto me hace reflexionar sobre el paso del tiempo, sobre lo que significa dejar atrás tantos rostros y momentos vividos que habrán de volver de vez en cuando disfrazados de recuerdos. Ahora, que me miro al espejo y descubro que sigo sin cortarme la melena, que salgo por los mismos bares, que escucho una y otra vez las mismas canciones, que continuo alimentando algunos sueños, algunas causas perdidas, me pregunto hasta que punto el tiempo nos hace cambiar, o hasta donde podemos seguir considerándonos nosotros mismos. Probablemente algo dentro de mi seguirá temblando cada vez que en la Urbe suene Rainbow in the Dark, Rock and Roll Children o Heaven and Hell. Y probablemente piense que, de alguna forma, sigues con nosotros. Se que te habría gustado morir sobre las tablas, con las botas puestas, en primera línea de frente con un micro en la mano. Pero el maldito cáncer te lo ha impedido. Sin embargo, ahora eres inmortal, porque nos quedará tu música, los recuerdos que nos traerán tus canciones, que seguirán sonando mientras este planeta siga dando vueltas. Sabemos que, de alguna forma, una pequeña parte de nosotros se ha marchado contigo, que los rockeros nos hemos quedado un poco huérfanos, ahora que no estás. Pero sabemos también que una parte de ti se quedará con nosotros. Hasta siempre, viejo amigo. Te echaremos de menos.

lunes, 3 de mayo de 2010

Marble Eyes (De miradas, héroes y esculturas)


Al entrar al British Museum procuré dejar tendidas mis ironías junto a la salida de emergencia. Se trataba de escribir sobre las tablas ese mismo guión que venía repasando desde mi niñez. Por eso, al traspasar el umbral de la puerta no pude evitar cerrar los ojos, tal vez para no perder detalles mientras repasaba las incontables ocasiones en las que había soñado ese momento. Mereció la pena. Porque al volver a abrirlos me encontré de pronto bajo la impresionante cubierta de cristal diseñada por Norman Foster, que desempeñaba a la perfección el papel de cielo. Allí estaban los bajorrelieves del palacio de Nimrud, los mármoles del Partenón, la piedra de Rosetta… Toda una antología de la belleza que disfrutar de la única manera posible. A través de los sentidos. Es difícil resumir las sensaciones que me invadían al contemplar cualquiera de aquellas hermosas Afroditas de mirada ausente. Tal vez no baste la complicidad del mármol para expresar los latidos de vida que encierran esas estatuas, para contener las sutilezas de un alma inquieta. Un alma que tirita en cada latido. A veces pienso que estamos esculpidos en el interior de las piedras. Nadie sospecha lo que sudamos. Nadie sabe cuántas veces nos deshacemos en heridas mal cicatrizadas. Tal vez nos digamos a menudo que nada es para tanto, mientras buscamos el abrigo de algunos baños que parecen farmacias. Confieso que a veces me duele no encontrar el brillo de la vida en los ojos de las estatuas. Porque existe una gramática de las miradas, sutil e intensa, capaz de encerrar en su lenguaje una fuerza expresiva que trasciende los límites del silencio. Y sin embargo, a veces pienso que ese vacío nos es mas que un cielo azul sobre el que pintar nubes que se dan la mano. Hoy nadie cree en los antiguos dioses. Los hemos convertido en piezas de museo, aunque a este mundo le sobran altares, y a veces se desborda por la fragilidad de tantos héroes posmodernos. Hombres y mujeres que navegan por las aceras de sus ciudades, con sus pequeños y grandes sueños, con sus luchas, sus fracasos, sus modestas alegrías, sus tragedias cotidianas. Con sus miradas vivas, con sus manos agrietadas que saben sembrar, que saben dar caricias. Y son esas mismas manos las que escriben la Historia. Llegué a sentirme como Sísifo, acarreando su enorme piedra rumbo a una cima que quedaba velada por la niebla londinense. Canté a coro con las sirenas del pub de la esquina. Levanté mi pinta de cerveza para brindar con Orfeo mientras planificábamos una nueva fuga a los infiernos. El Olimpo quedaba demasiado lejos, justo al otro lado de la Northern Line. Y sólo me quedaban unas cuántas monedas en el bolsillo, que preferí reservarme para pagar a Caronte, por si me decidía a cruzar un Támesis disfrazado de laguna Estigia. Después de todo, como escribió Cavafis, lo importante no era llegar a Ítaca. Lo importante era el viaje. Al final la primavera siempre acaba por despejar todas las dudas. Y al vivir esta sutil mitología de lo cotidiano, me quedo con ese momento en el que Ícaro movía sus alas con la esperanza de rozar el cielo con los labios.

viernes, 16 de abril de 2010

Wonsaponatime (De jardines, cuentos y esperanzas)


Hoy quisiera contarte la historia de una tarde de febrero en la que el azar me llevó a buscar la puesta de sol a Kensington Gardens. Caminé con la esperanza de escribir algunos versos sobre un cielo libre de cenizas, de naufragar en las orillas de una isla con tesoro. Me encontré con un lago artificial y sus cisnes de juguete, con un palacio sin princesa, y con la estatua de Peter Pan sobre un fondo de sauces llorones. Terminé por darme cuenta de que febrero no es un mes propicio para ver almendros en flor, aunque las ramas desnudas de los árboles llenaran aquella tarde de abrazos y raíces. Desde su pedestal, Peter Pan hace sonar una flauta cuyas notas, digan lo que digan, pueden oírse si tienes el valor de cerrar los ojos. Todo aquello me hizo recordar aquella escena en la que Peter volvió para buscar a Wendy y llevarla de la mano hasta aquel País de Nunca Jamás. Ella le pidió que no encendiera la luz, tratando de buscar refugio bajo un manto de oscuridad que maquillara los efectos de una traición inevitable. Wendy se había hecho mayor. Tarde o temprano te dirán que el tiempo siempre acaba por pasar factura. Te dirán que los cuentos nunca dejarán de ser cuentos, y que las manillas del reloj siempre avanzan con la mirada al frente, aunque a veces pensemos que caminan haciendo círculos. ¿Qué haríamos nosotros si Peter Pan se presentara cualquier noche al pie de nuestra ventana? Londres está lleno de niños ancianos. Muchos vinieron buscando aquel País de Nunca Jamás, aquella isla del tesoro, para acabar dando con sus huesos en el asfalto, como algunas estrellas fugaces que a veces calculan mal la distancia cuando se tiran de cabeza desde su trampolín celeste. Para darse cuenta de que, a veces, la realidad es bien distinta a todo aquello que quisieron vendernos en las novelas. Porque a veces los sueños son tan frágiles que basta una ráfaga de lluvia para que se pierdan por las fauces de una alcantarilla, dejando un halo de polvo de estrellas sobre la acera. Si el pobre Peter se diera una vuelta por el mundo, y algún malnacido se empeñara en dejar las luces encendidas, probablemente le rasgaría el alma ver a tantos niños que nacieron como carne de yugo. Niños que se dejan la piel cosiendo alfombras o botas para alguna firma deportiva. Niños que tiran piedras a los tanques, que esnifan pegamento, que venden cuerpo y alma a lobos feroces, que sujetan entre las manos un fusil de asalto más grande que sus pequeños cuerpos, en algún País de tantos, Cuyo Nombre Olvidaremos. ¿Qué habrá sido del niño que fuimos? ¿Que será de ese mundo que una vez soñamos? Es cierto que cuando crecemos algunas cosas se quedan por el camino, para volver después a buscarnos cualquier noche disfrazadas de recuerdos. Pero probablemente tú puedas responder mejor a estas preguntas, si quieres contarme como se ve el mundo desde tu cuna. Por eso quiero decirte que los sueños no siempre son mentiras, que las utopías sobreviven si tienes el valor de hacerles un huequito en el fondo de tu pequeño pecho, que los espejos nos devuelven a veces el reflejo de una extraña luz al fondo de los ojos que basta para iluminar el camino. Quiero decirte que crecer no tiene porque ser lo mismo que traicionarse, que siempre llega un nuevo abril para librarnos del miedo y de la escarcha, para llenar de nuevas flores nuestros horizontes. Que llevas contigo nuestras esperanzas. Que este cuento serás tu quien lo viva y quien lo escriba. Porque hoy el mundo está en tus pequeñas manos. Porque mañana amanece en ti.

jueves, 8 de abril de 2010

Empty Glasses (De vacíos, barras y balances)


El frío no concede tregua en esta tarde. Ahí fuera la niebla sigue devorando los colores, ahogando con su sentencia cualquier intento de la luz por romper la ventana del bar. La tormenta me sorprenderá avivando los rescoldos de las últimas noches, buscando refugio tras los vértices opuestos de esta mesa de madera, tras cuyos límites se abren varios abismos. Resignándome al calor de invernadero. Esta noche no quiero pensar en los azares que me reservará el destino. Me basta con la complicidad que me brindan estos márgenes autoimpuestos, con la sutileza con la que trataré de impregnar el acto de levantar el vaso y brindar con la extensión vacía que se yergue, marchita e impenetrable, al otro lado de la mesa. Estas sillas deshabitadas me recuerdan a fronteras, y de pronto pienso que los arrabales de febrero ganan en tristeza cuando no tengo el mar a mano, escondido en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. Trato de hacer balance, de descubrir si en algún rincón de esta ciudad late un corazón, aunque sea por instinto de supervivencia. Mis manos se cansan de hacer malabarismos, de sujetar el bolígrafo sin que nazcan las palabras, sin que las musas se atrevan a sostenerme la mirada, a devolverme la sonrisa. Es cierto que a veces funcionan algunos tópicos. Sobrevivo en el número 97 del boulevard of broken dreams, rodeado de coches deportivos, cordilleras de hormigón, almas partidas y carcasas de plástico. Sobre la mesa se van amontonando, poco a poco, los vasos vacíos, componiendo la alegoría de mi entorno. Vacío en las miradas, vacío en los espejos de los retrovisores, vacío tras los escaparates de los grandes almacenes. Por todas partes, vacío. A veces pienso que la ciudad apuró de un trago toda su esencia, hasta el último sorbo de un alma rebajada con el agua sucia de la última tormenta. Tal vez baste una bayeta para privar a esta barra de su maquillaje de suspiros, que, abandonados a su suerte sobre una superficie que hoy me sirve de trinchera parecen una colección de cicatrices. Pero nada podré hacer para sacarme de encima esa niebla que sigue esperando ahí afuera, colándose por mis rendijas, afilándose los dientes. Desde lo alto de la mesa, esos vasos vacíos son carne de baldosa. No se si ceder al arrebato de despejar el horizonte de un sólo golpe, empujándolos hasta el abismo para llenar el suelo de cristales y mi piel de nuevas cicatrices. Porque los cristales rotos hacen sangrar la piel cuando se camina descalzo. Tal vez así consiga recordar lo distinto que es sentir el roce de la arena besando cada paso sobre la alfombra de una orilla. Y volver a quedarme mudo frente a un horizonte despejado, frente a un cielo de verdad que llenar con mis bocetos.

London (...where the streets are paved with gold...)


Llegué a Londres para romper en pedazos el guión y mudarme de planeta, con ganas de sentir el roce de la lluvia haciendo garabatos en mi piel, agujereando mis retinas de alquiler. Descubrí que, pese a todo, es posible navegar a contracorriente por océanos de asfalto, siempre y cuando uno sea capaz de costearse un pasaje al fondo de la bodega de un barquito de papel. Aprendí a vivir sin cielo, a imaginar el calor del sol tras las cortinas grises que tapan el horizonte, a mirar al otro lado cuando, al cruzar la calle, los automóviles irrumpen como manadas de elefantes. Me acostumbré a escribir cartas junto a una ventana desde la que podía ver la trastienda de esos sueños que, a día de hoy, me siguen nutriendo. Nunca quise dejarme llevar por la moda de caminar por las calles exhibiendo un traje con escafandra, metido en mi burbuja, porque, al fin y al cabo, sentir el roce del frío, el beso de la niebla en las mejillas, nos hace sentir esa fragilidad tan humana que diferencia nuestra piel de las estatuas y los maniquíes. Me llevé algún cuerpo a la boca sabiendo de antemano que, al despertar, no habría hueco para mas de un corazón entre mis sábanas. No llegué a ver ese brillo que, dicen, despide el oro que pavimenta las aceras. Tal vez porque mis sueños no se compran ni se venden, o quizás debido a que nunca dejé de tener claro que la luz que desprenden las monedas no hace sino teñir de herrumbre la palmas de las manos, oxidando hasta los latidos en el pecho. Acabé por subastar mi corona de espinas en los puestos de Candem Town, caminando por las calles de Tottenham y Chelsea sin detenerme frente a las marquesinas y los escaparates, evitando la luz de los neones, pasando de largo de los charcos que brotan de las aceras con tal de no mirarme al espejo. Desde el cristal del autobús ví tantos aeropuertos como ganas de volver. Y hoy, cuando al mirar por la ventana descubro que la primavera sigue haciendo estragos, no puedo evitar caer en la cuenta de que mi maleta sigue abierta, pendiente de arrastrarse por nuevos horizontes en los que tal vez consiga descubrir algo de la luz radiante que siempre ilumina los naufragios. En los que no traten de venderme luces de neón por lunas llenas.