domingo, 14 de diciembre de 2008

Escarcha (o antología de la nada)

Siempre pensé que la muerte tendría un olor a asfalto mojado. Hoy la niebla ejerce su monopolio de horizontes. Los besos saben a empastes y a tabaco. Las miradas están llenas de escarcha, y, cuando rozan este alma que se arrastra por las aceras, cortan su piel como el hielo, dejando en el corazón un poso de metralla. Hoy nos acecha el invierno, con su traje blanco e impoluto, con su jerga de villancicos, sus luces de neón, sus mantas y colchones de cartón. El cielo es un lienzo de papel que, sin embargo, queda demasiado lejos para mis garabatos, para mis versos de ceniza. Hoy el viento helado llena los sentimientos de cicatrices, barriendo mi escritorio de recuerdos. Busco a tientas tu calor, tu sonrisa, mientras el corazón me late con silenciador, y las manillas del reloj, como latidos, se quedan estáticas y calladas. Cuando camino por esta ciudad que sólo sabe fingir, preguntándome si queda algo de mi bajo este abrigo, cuando paso por delante de la puerta de unos grandes almacenes, con sus anuncios de juguetes mecánicos y perfumes, me viene a la cabeza la imagen de un recién nacido llorando sobre un pesebre, tiritando de frío. Y de alguna forma, se que llora por el mundo, por las espinas que hacen sangrar su frente. Ahí fuera retumban las cloacas del planeta en su ruidosa celebración del vacío, las muchedumbres alzan sus copas en mitad del ruidoso carnaval de la ironía, estampas de un mundo tan ciego que no alcanza a mirar más allá de su paraguas. Miro las flores que se pudren por la escarcha. No son las flores del mal. Son las flores del frío. Porque esta nieve que cubre la calzada queda muy lejos de la típica postal navideña. La escarcha de este invierno sólo se pinta de acero, sangre y extrarradio. Y la nieve, igual que el tiempo, no comprende los ojos del que quiere saber. Sólo roba las huellas del que pasa.

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