lunes, 9 de noviembre de 2009

Intransigencias (De mesas, instintos y abandonos)


Esta mesa parece sucia al roce de la luz del mediodía. Trato de poner en orden mis pensamientos, removiendo esas frases sueltas que voy apuntando en algunas servilletas de papel. He cogido la costumbre de escribir sobre estas rudas superficies de celulosa, tan frágiles, tan desdibujadas, que me recuerdan a mi mismo cayendo en la cuenta de los motivos que me llevan a levar anclas desde algún colchón para buscar refugio en estas cafeterías con olor a vinagre. Yo escribo y escribo, hasta que el servilletero se queda vacío, y la mesa llena de bocetos de poemas, en un vano intento por saldar cuentas con la noche que llevo a cuestas. ¿Será que tengo miedo al vacío? La superficie de madera contrachapada presenta síntomas de horror vacui, recargada con los restos de desayunos y naufragios ajenos, con las cenizas que deambulan con cada golpe de viento. Las palabras se me caen de estas páginas hasta dejarlas en blanco, en una alegoría de la desnudez mas tibia. La que descubro al despertar para vestirme a toda prisa, tratando de no hacer ruido al escaparme de puntillas con cara de fugitivo. Hay también algunas hojas muertas, preñadas de otoño, un cenicero casi vacío, latidos inconsistentes, un pequeño catalejo, una bombilla para el mate, la botella de White Label, un cofre del tesoro que me recuerda a la caja de Pandora, las gafas de John Lennon, un poemario de Baudelaire, algunas notas que descansan después de haber parado la música… Ese estribillo de las gotas de lluvia, de espasmos y gemidos, de mentiras que ocultan tan solo medias verdades. Al fin y al cabo, el sentir tiene sus intransigencias. Apuro mi café con la misma predisposición con la que anoche apuraba la última copa. Echo de menos un atisbo de color entre tanta sombra. Pero este otoño sólo entiende de abandonos, del desquite que supone no olvidarme nunca de dejar el corazón sobre la mesilla de noche antes de enzarzarme en un cuerpo a cuerpo en el que poco, o nada, expresan las palabras sin latidos. En el que no tengo nada que perder. Porque sólo importan los instintos. Algunos besos duelen como puñaladas, pero después de todo, un cuerpo y otro cuerpo no son mas que dos pedazos cuando nos damos cuenta de que, a veces, hacemos el amor casi como un acto reflejo. Quiero pensar que, cuando la primavera irrumpa con sus luces, con sus colores, quedará algo de mi bajo este abrigo, después de que el invierno se haya tomado su revancha. Quiero creer que no me quemará la piel, y que tendrá cuidado al arrancarme de cuajo esta máscara en la que hoy dibujo una cara de cárcel, una inexpresiva sonrisa etrusca que hace las veces de trinchera. Volveré a caer en la cuenta de que no puedo seguir viviendo del aire. Pero ¿qué coño haré si mi ropa no te deja de querer?

No hay comentarios: