lunes, 3 de mayo de 2010

Marble Eyes (De miradas, héroes y esculturas)


Al entrar al British Museum procuré dejar tendidas mis ironías junto a la salida de emergencia. Se trataba de escribir sobre las tablas ese mismo guión que venía repasando desde mi niñez. Por eso, al traspasar el umbral de la puerta no pude evitar cerrar los ojos, tal vez para no perder detalles mientras repasaba las incontables ocasiones en las que había soñado ese momento. Mereció la pena. Porque al volver a abrirlos me encontré de pronto bajo la impresionante cubierta de cristal diseñada por Norman Foster, que desempeñaba a la perfección el papel de cielo. Allí estaban los bajorrelieves del palacio de Nimrud, los mármoles del Partenón, la piedra de Rosetta… Toda una antología de la belleza que disfrutar de la única manera posible. A través de los sentidos. Es difícil resumir las sensaciones que me invadían al contemplar cualquiera de aquellas hermosas Afroditas de mirada ausente. Tal vez no baste la complicidad del mármol para expresar los latidos de vida que encierran esas estatuas, para contener las sutilezas de un alma inquieta. Un alma que tirita en cada latido. A veces pienso que estamos esculpidos en el interior de las piedras. Nadie sospecha lo que sudamos. Nadie sabe cuántas veces nos deshacemos en heridas mal cicatrizadas. Tal vez nos digamos a menudo que nada es para tanto, mientras buscamos el abrigo de algunos baños que parecen farmacias. Confieso que a veces me duele no encontrar el brillo de la vida en los ojos de las estatuas. Porque existe una gramática de las miradas, sutil e intensa, capaz de encerrar en su lenguaje una fuerza expresiva que trasciende los límites del silencio. Y sin embargo, a veces pienso que ese vacío nos es mas que un cielo azul sobre el que pintar nubes que se dan la mano. Hoy nadie cree en los antiguos dioses. Los hemos convertido en piezas de museo, aunque a este mundo le sobran altares, y a veces se desborda por la fragilidad de tantos héroes posmodernos. Hombres y mujeres que navegan por las aceras de sus ciudades, con sus pequeños y grandes sueños, con sus luchas, sus fracasos, sus modestas alegrías, sus tragedias cotidianas. Con sus miradas vivas, con sus manos agrietadas que saben sembrar, que saben dar caricias. Y son esas mismas manos las que escriben la Historia. Llegué a sentirme como Sísifo, acarreando su enorme piedra rumbo a una cima que quedaba velada por la niebla londinense. Canté a coro con las sirenas del pub de la esquina. Levanté mi pinta de cerveza para brindar con Orfeo mientras planificábamos una nueva fuga a los infiernos. El Olimpo quedaba demasiado lejos, justo al otro lado de la Northern Line. Y sólo me quedaban unas cuántas monedas en el bolsillo, que preferí reservarme para pagar a Caronte, por si me decidía a cruzar un Támesis disfrazado de laguna Estigia. Después de todo, como escribió Cavafis, lo importante no era llegar a Ítaca. Lo importante era el viaje. Al final la primavera siempre acaba por despejar todas las dudas. Y al vivir esta sutil mitología de lo cotidiano, me quedo con ese momento en el que Ícaro movía sus alas con la esperanza de rozar el cielo con los labios.

1 comentario:

JESSICA dijo...

PARECE QUE POCO A POCO SE TE ESCURRE EL OTOÑO Y LLEGA LA PRIMAVERA...¿SERA ESO?