viernes, 16 de abril de 2010

Wonsaponatime (De jardines, cuentos y esperanzas)


Hoy quisiera contarte la historia de una tarde de febrero en la que el azar me llevó a buscar la puesta de sol a Kensington Gardens. Caminé con la esperanza de escribir algunos versos sobre un cielo libre de cenizas, de naufragar en las orillas de una isla con tesoro. Me encontré con un lago artificial y sus cisnes de juguete, con un palacio sin princesa, y con la estatua de Peter Pan sobre un fondo de sauces llorones. Terminé por darme cuenta de que febrero no es un mes propicio para ver almendros en flor, aunque las ramas desnudas de los árboles llenaran aquella tarde de abrazos y raíces. Desde su pedestal, Peter Pan hace sonar una flauta cuyas notas, digan lo que digan, pueden oírse si tienes el valor de cerrar los ojos. Todo aquello me hizo recordar aquella escena en la que Peter volvió para buscar a Wendy y llevarla de la mano hasta aquel País de Nunca Jamás. Ella le pidió que no encendiera la luz, tratando de buscar refugio bajo un manto de oscuridad que maquillara los efectos de una traición inevitable. Wendy se había hecho mayor. Tarde o temprano te dirán que el tiempo siempre acaba por pasar factura. Te dirán que los cuentos nunca dejarán de ser cuentos, y que las manillas del reloj siempre avanzan con la mirada al frente, aunque a veces pensemos que caminan haciendo círculos. ¿Qué haríamos nosotros si Peter Pan se presentara cualquier noche al pie de nuestra ventana? Londres está lleno de niños ancianos. Muchos vinieron buscando aquel País de Nunca Jamás, aquella isla del tesoro, para acabar dando con sus huesos en el asfalto, como algunas estrellas fugaces que a veces calculan mal la distancia cuando se tiran de cabeza desde su trampolín celeste. Para darse cuenta de que, a veces, la realidad es bien distinta a todo aquello que quisieron vendernos en las novelas. Porque a veces los sueños son tan frágiles que basta una ráfaga de lluvia para que se pierdan por las fauces de una alcantarilla, dejando un halo de polvo de estrellas sobre la acera. Si el pobre Peter se diera una vuelta por el mundo, y algún malnacido se empeñara en dejar las luces encendidas, probablemente le rasgaría el alma ver a tantos niños que nacieron como carne de yugo. Niños que se dejan la piel cosiendo alfombras o botas para alguna firma deportiva. Niños que tiran piedras a los tanques, que esnifan pegamento, que venden cuerpo y alma a lobos feroces, que sujetan entre las manos un fusil de asalto más grande que sus pequeños cuerpos, en algún País de tantos, Cuyo Nombre Olvidaremos. ¿Qué habrá sido del niño que fuimos? ¿Que será de ese mundo que una vez soñamos? Es cierto que cuando crecemos algunas cosas se quedan por el camino, para volver después a buscarnos cualquier noche disfrazadas de recuerdos. Pero probablemente tú puedas responder mejor a estas preguntas, si quieres contarme como se ve el mundo desde tu cuna. Por eso quiero decirte que los sueños no siempre son mentiras, que las utopías sobreviven si tienes el valor de hacerles un huequito en el fondo de tu pequeño pecho, que los espejos nos devuelven a veces el reflejo de una extraña luz al fondo de los ojos que basta para iluminar el camino. Quiero decirte que crecer no tiene porque ser lo mismo que traicionarse, que siempre llega un nuevo abril para librarnos del miedo y de la escarcha, para llenar de nuevas flores nuestros horizontes. Que llevas contigo nuestras esperanzas. Que este cuento serás tu quien lo viva y quien lo escriba. Porque hoy el mundo está en tus pequeñas manos. Porque mañana amanece en ti.

jueves, 8 de abril de 2010

Empty Glasses (De vacíos, barras y balances)


El frío no concede tregua en esta tarde. Ahí fuera la niebla sigue devorando los colores, ahogando con su sentencia cualquier intento de la luz por romper la ventana del bar. La tormenta me sorprenderá avivando los rescoldos de las últimas noches, buscando refugio tras los vértices opuestos de esta mesa de madera, tras cuyos límites se abren varios abismos. Resignándome al calor de invernadero. Esta noche no quiero pensar en los azares que me reservará el destino. Me basta con la complicidad que me brindan estos márgenes autoimpuestos, con la sutileza con la que trataré de impregnar el acto de levantar el vaso y brindar con la extensión vacía que se yergue, marchita e impenetrable, al otro lado de la mesa. Estas sillas deshabitadas me recuerdan a fronteras, y de pronto pienso que los arrabales de febrero ganan en tristeza cuando no tengo el mar a mano, escondido en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. Trato de hacer balance, de descubrir si en algún rincón de esta ciudad late un corazón, aunque sea por instinto de supervivencia. Mis manos se cansan de hacer malabarismos, de sujetar el bolígrafo sin que nazcan las palabras, sin que las musas se atrevan a sostenerme la mirada, a devolverme la sonrisa. Es cierto que a veces funcionan algunos tópicos. Sobrevivo en el número 97 del boulevard of broken dreams, rodeado de coches deportivos, cordilleras de hormigón, almas partidas y carcasas de plástico. Sobre la mesa se van amontonando, poco a poco, los vasos vacíos, componiendo la alegoría de mi entorno. Vacío en las miradas, vacío en los espejos de los retrovisores, vacío tras los escaparates de los grandes almacenes. Por todas partes, vacío. A veces pienso que la ciudad apuró de un trago toda su esencia, hasta el último sorbo de un alma rebajada con el agua sucia de la última tormenta. Tal vez baste una bayeta para privar a esta barra de su maquillaje de suspiros, que, abandonados a su suerte sobre una superficie que hoy me sirve de trinchera parecen una colección de cicatrices. Pero nada podré hacer para sacarme de encima esa niebla que sigue esperando ahí afuera, colándose por mis rendijas, afilándose los dientes. Desde lo alto de la mesa, esos vasos vacíos son carne de baldosa. No se si ceder al arrebato de despejar el horizonte de un sólo golpe, empujándolos hasta el abismo para llenar el suelo de cristales y mi piel de nuevas cicatrices. Porque los cristales rotos hacen sangrar la piel cuando se camina descalzo. Tal vez así consiga recordar lo distinto que es sentir el roce de la arena besando cada paso sobre la alfombra de una orilla. Y volver a quedarme mudo frente a un horizonte despejado, frente a un cielo de verdad que llenar con mis bocetos.

London (...where the streets are paved with gold...)


Llegué a Londres para romper en pedazos el guión y mudarme de planeta, con ganas de sentir el roce de la lluvia haciendo garabatos en mi piel, agujereando mis retinas de alquiler. Descubrí que, pese a todo, es posible navegar a contracorriente por océanos de asfalto, siempre y cuando uno sea capaz de costearse un pasaje al fondo de la bodega de un barquito de papel. Aprendí a vivir sin cielo, a imaginar el calor del sol tras las cortinas grises que tapan el horizonte, a mirar al otro lado cuando, al cruzar la calle, los automóviles irrumpen como manadas de elefantes. Me acostumbré a escribir cartas junto a una ventana desde la que podía ver la trastienda de esos sueños que, a día de hoy, me siguen nutriendo. Nunca quise dejarme llevar por la moda de caminar por las calles exhibiendo un traje con escafandra, metido en mi burbuja, porque, al fin y al cabo, sentir el roce del frío, el beso de la niebla en las mejillas, nos hace sentir esa fragilidad tan humana que diferencia nuestra piel de las estatuas y los maniquíes. Me llevé algún cuerpo a la boca sabiendo de antemano que, al despertar, no habría hueco para mas de un corazón entre mis sábanas. No llegué a ver ese brillo que, dicen, despide el oro que pavimenta las aceras. Tal vez porque mis sueños no se compran ni se venden, o quizás debido a que nunca dejé de tener claro que la luz que desprenden las monedas no hace sino teñir de herrumbre la palmas de las manos, oxidando hasta los latidos en el pecho. Acabé por subastar mi corona de espinas en los puestos de Candem Town, caminando por las calles de Tottenham y Chelsea sin detenerme frente a las marquesinas y los escaparates, evitando la luz de los neones, pasando de largo de los charcos que brotan de las aceras con tal de no mirarme al espejo. Desde el cristal del autobús ví tantos aeropuertos como ganas de volver. Y hoy, cuando al mirar por la ventana descubro que la primavera sigue haciendo estragos, no puedo evitar caer en la cuenta de que mi maleta sigue abierta, pendiente de arrastrarse por nuevos horizontes en los que tal vez consiga descubrir algo de la luz radiante que siempre ilumina los naufragios. En los que no traten de venderme luces de neón por lunas llenas.