Permítame,
Don Javier, la osadía de dedicarle estas líneas a modo de tímida elegía. Le
ruego, por anticipado, que tenga a bien disculpar mi torpeza de escritor
aficionado, carente, por supuesto, de esa destreza con la que usted siempre ha
logrado despistar nuestra tristeza. Han transcurrido varios meses desde su deceso,
y han sido unas cuantas las veces en las que nos ha dolido la conciencia de
padecer tamaño peso. No necesito justificar mi atrevimiento en virtud de algún
premeditado sentimiento, ni declarar a mi favor que simplemente echo a faltar
ese calor que solía aportarme su voz, cargada de poesía y argumentos, que me
siguen sirviendo para afrontar la vida sin resentimientos. Dudo que sea cierto
eso de que quién calla otorga su consentimiento, pero puedo asegurarle que no
miento cuando le digo que escribo sin arrepentimiento. Yo como usted he sido de
Penélope el marido, si bien jamás me aleje de esa joya para pelear en ninguna
guerra de Troya, conociendo por anticipado el nefasto resultado, ya que bastantes
azares nos reporta este guion malogrado en el que tratamos de actuar siendo a
la vez el que pincha y el que corta. Fue del todo inesperado despertar una
mañana de verano con la cruel noticia de que nos había usted dejado. Ahora que
se ha excluido del padrón nos quedará, don Javier, algo más que el recuerdo de
un pícaro burlón, y quizás, haciendo de tripas corazón, volvamos a ser capaces
de tararear sus versos sin hacer de ello un drama sin razón, sin caer en los
excesos. Recordaré con cariño aquellas noches entre risas y copas en las que
hacía usted derroche de ingenio desde la palestra, repartiendo estopa por convenio
a diestra y siniestra. No dejaba usted entonces títere con cabeza, y me atrevo
a aventurar, con total certeza, que allá donde se encuentre seguirá sin mostrar
por los curas su ternura, y dejando que le tienten parábolas, faldas y
arrebatos de locura. Si le digo la verdad, ahora que escribo sin prisa, me
resulta imposible reprimir una sonrisa cada vez que decido poner sus
reflexiones sobre la repisa. Tal vez ese sea su más valioso legado. El habernos
regalado pequeñas dosis de felicidad improvisada cuando, en un momento dado,
surgía su genialidad desde la nada para recordarnos que la verdad no es
necesariamente sagrada, para ser capaz de sazonar, con alguna carcajada, la
insipidez de esta existencia a menudo tan planificada. Me quito, maestro, el
sombrero, para afirmar, sin contemplaciones, que merece usted nuestras
ovaciones, sin reservas y sin peros. Tenga por supuesto que no habré de
dirigirle mis oraciones aunque no existirá quién ose decir que su actitud, que
sus dones, no eran más que simple pose. No tendré jamás la osadía de
encumbrarle hasta un Olimpo del que sin duda usted renegaría, ya que ni Zeus ni
Atenea merecerían el honor de su compañía. No será admirado por ser uno de esos
sementales de revista, ni un despiadado economista, ni del esférico
malabarista. Más bien un ser humano, un alma modesta con vocación de artista.
Me despido confesando que, si bien me resulta estresante escribir empleando
tanta rima consonante, pensé que esta excepción era para su adiós algo
importante. Daré también las gracias, si puedo, por constatar que usted, que
buscaba la gloria de Cervantes, tuviera a bien optar por acabar en la glorieta
de Quevedo. Hasta siempre viejo amigo. Le deseo salud y suerte allá donde se
encuentre. Para mí fue un ejemplo de virtud que seguirá presente pese al feo
asunto de su muerte.
jueves, 19 de noviembre de 2015
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