Cada noche entraba y cerraba la puerta tras de si. En el pequeño estudio de la buhardilla sólo había una ventana. Al otro lado, el viento del otoño que arañaba el cristal, las calles de aquella aldea junto al mar, y un desfile de hojas muertas que se mecían al azar sobre aceras adoquinadas de silencio. Colgado de la pared, un reloj con sus manillas que avanzaban dando espasmos. En la cama, sábanas sucias, una almohada y soledad. Sobre la mesa de madera, tabaco, la caja de cerillas y una taza con algunos posos de café. Entre sus manos, barro y corazón. Y sobre el plinto, estaba ella. Ella, que le miraba con sus ojos inertes cada vez que entraba en el pequeño estudio de la buhardilla y cerraba la puerta tras de si. Ella, a la que todavía no se atrevía a dar un nombre. El se quitaba la boina y colgaba su viejo abrigo en el perchero. Se quedaba un rato contemplándola desde la puerta recién cerrada. Le compraba colgantes de conchas marinas, pulseras de coral, espejitos de latón. A veces le hablaba, le susurraba promesas al oído. Y ella le escuchaba en silencio. Cada noche, el se colocaba cuidadosamente frente al plinto. Sus manos se deslizaban por la arcilla, modelándola y sintiendo su humedad. Cada pliegue de su cuerpo debía ser como el la quiso imaginar. Tendría los brazos de una bailarina, la piel tan desnuda como una ola de mar, las piernas que soñaría con estrenar una sirena si, alguna vez, se aventuraba a caminar sobre tierra seca para catar el sabor de los besos sin sal. Tendría los pechos de la diosa Afrodita, los cabellos largos y ondulados, el rostro de una ninfa sin maquillaje. Al rayar el alba volvía a contemplarla desde el colchón. A veces sonreía mientras soñaba con poder oírla un día suspirar y llamarle por su nombre. Tal vez podría entonces, poco a poco, enamorarla. Pero le dolía no encontrar vida ni color en aquellos ojos de barro, que sólo revelaban la presencia de un alma de arcilla. Algunas noches, antes de dejarse vencer por el cansancio, no podía evitar echarse a llorar. Y la almohada se quedaba empapada por sus lágrimas. Lágrimas de soledad.
Pasó el tiempo. En el pequeño estudio de la buhardilla seguía estando la misma ventana. Al otro lado, el viento del invierno que arañaba el cristal, las mismas calles de aquella aldea junto al mar, y un desfile de copos de nieve que se mecían al azar sobre aceras adoquinadas de escarcha. Aquella noche terminó, por fin, su escultura. Se quedó un rato mirándola con ternura, y la besó dulcemente, poniendo el alma en los labios. Se quedó dormido sobre la mesa de madera, con las velas encendidas. Le despertó una ráfaga de viento helado, que abrió de un golpe la ventana, se coló en el pequeño estudio, apagó las velas y detuvo las manillas del reloj. El se levantó y cerró la ventana. Mientras aseguraba el cierre creyó escuchar como una voz susurraba débilmente su nombre a sus espaldas. Cuando se dio la vuelta pudo verla. Ella le miraba desde el plinto, con los brazos extendidos. Había lágrimas en sus ojos. Había en ellos vida y color. El la sostuvo entre sus brazos, y se sintió frágil cuando ella le estrechó contra su pecho. Sus bocas se buscaron, se besaron con pasión, y al beberse de un trago su aliento, el pudo catar el sabor de un alma de carne y hueso. Se amaron sin tregua al abrigo del colchón, susurrándose al oído promesas pintadas con suspiros intermitentes, con palabras entrecortadas. Después se abrazaron, empapados en sudor, y se echaron a llorar.
Una semana después algunos hombres del pueblo, preocupados por la ausencia del escultor, echaron abajo la puerta del pequeño estudio de la buhardilla. Sobre la cama encontraron una escultura de barro que representaba a dos amantes fundiéndose en un abrazo. La almohada estaba empapada. Hubieran jurado que aquellas estatuas lloraban. Que en el horizonte de aquellos ojos, que parecían vivos, despuntaban lágrimas. Lágrimas de felicidad.
Pasó el tiempo. En el pequeño estudio de la buhardilla seguía estando la misma ventana. Al otro lado, el viento del invierno que arañaba el cristal, las mismas calles de aquella aldea junto al mar, y un desfile de copos de nieve que se mecían al azar sobre aceras adoquinadas de escarcha. Aquella noche terminó, por fin, su escultura. Se quedó un rato mirándola con ternura, y la besó dulcemente, poniendo el alma en los labios. Se quedó dormido sobre la mesa de madera, con las velas encendidas. Le despertó una ráfaga de viento helado, que abrió de un golpe la ventana, se coló en el pequeño estudio, apagó las velas y detuvo las manillas del reloj. El se levantó y cerró la ventana. Mientras aseguraba el cierre creyó escuchar como una voz susurraba débilmente su nombre a sus espaldas. Cuando se dio la vuelta pudo verla. Ella le miraba desde el plinto, con los brazos extendidos. Había lágrimas en sus ojos. Había en ellos vida y color. El la sostuvo entre sus brazos, y se sintió frágil cuando ella le estrechó contra su pecho. Sus bocas se buscaron, se besaron con pasión, y al beberse de un trago su aliento, el pudo catar el sabor de un alma de carne y hueso. Se amaron sin tregua al abrigo del colchón, susurrándose al oído promesas pintadas con suspiros intermitentes, con palabras entrecortadas. Después se abrazaron, empapados en sudor, y se echaron a llorar.
Una semana después algunos hombres del pueblo, preocupados por la ausencia del escultor, echaron abajo la puerta del pequeño estudio de la buhardilla. Sobre la cama encontraron una escultura de barro que representaba a dos amantes fundiéndose en un abrazo. La almohada estaba empapada. Hubieran jurado que aquellas estatuas lloraban. Que en el horizonte de aquellos ojos, que parecían vivos, despuntaban lágrimas. Lágrimas de felicidad.