domingo, 22 de noviembre de 2009

Toscana (De nubes, trenes y ventanillas)


Aterricé en Roma con el tiempo justo para volver a un pequeño café de la via Marsala y comprar un billete de tren. Los andenes de Termini seguían exactamente igual que aquella lejana tarde de enero que me vio llegar con varias maletas a cuestas, con la certeza de estar viviendo un sueño. Pensaba en ello mientras el tren que me llevaba al norte se alejaba tímidamente de la ciudad, dejando a sus espaldas mis recuerdos. Al llegar a Arezzo me recibió la luz intensa de una tarde que se escapaba entre las hojas de árboles vestidos de otoño. Estuve un rato esperando a un autobús mientras mis compañeros de andén fumaban pensando en Piero della Francesca. Recordaré siempre este viaje por el desfile de horizontes que veía pasar al otro lado de la ventanilla. Porque desde el autobús, desde el coche, desde el tren, siempre había una ventanilla desde la que drogarme con los paisajes que se extendían al otro lado del cristal, que iban, poco a poco, quedando atrás. Recordaré siempre esos tonos ocres, ese verde tan intenso que se bebía de un trago mis miradas. Hubo sonrisas, hubo lágrimas, hubo abrazos. Una copa de Chianti que me rozó el alma desde el paladar, el olor a jazmín que me hacía cerrar los ojos, el tacto de mis pasos recorriendo algunas calles pavimentadas de latidos. Siena me dejó mudo, o mas bien, con la extraña sensación de que a veces sobran las palabras. En Lucca me dolieron las nostalgias, las certezas, o quizás algunos trenes que perdí, que partieron con retraso. En San Gimignano me subí a una torre desde la que pude ver como las chimeneas escupían nubes en lugar de hollín. Pero fue en Florencia donde tuve aquellas nubes mas a mano. En la cima del Belvedere se encuentra la basílica de San Miniato. Los florentinos dicen, citando el Génesis, que aquella colina no es ni mas ni menos que las puertas del cielo (Haec est porta Coeli) Y pude comprobarlo desde allí arriba, mientras veía como el Arno partía en dos la ciudad, mientras contemplaba la hermosa silueta de la cúpula del Duomo recortándose sobre un cielo recién pintado. De vuelta, me traje en la maleta algunas postales, algunos recuerdos, todos esos paisajes que brillaban tras la ventanilla, ese color verde con el que dar algunas pinceladas a mis sueños cuando, al apagar las luces, mi cuarto queda sumido en la oscuridad. Pero, sobre todo, me traje aquel cielo prendido en la mirada. Un cielo intenso, que me servirá para abrirme paso si algún día el horizonte queda tapado por la triste silueta de los edificios, por algunas nubes de hormigón armado.

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