viernes, 14 de noviembre de 2014

Café en vaso con leche fría (De escritos, propósitos y estimulantes)


Es conocida la adicción al café de Honore de Balzac. Pensaba que la cafeína estimulaba la creatividad. En su Tratado de los estimulantes modernos escribió que el café hacía a las ideas "ponerse rápidamente en marcha, como los batallones de un gran ejército dirigiéndose a su terreno de combate legendario". Tenía la costumbre de levantarse de la cama a la una de la madrugada y pasarse la noche escribiendo y bebiendo café. Era capaz de pasar quince horas seguidas trabajando. Esa rutina le llevó a escribir ochenta y cinco novelas en veinte años. 

Pienso en ello mientras hago una excepción al meterme un café en vena a estas alturas de la tarde, acostumbrado como estoy a evitar ciertas dosis de cafeína cuando se aproxima peligrosamente la puesta de sol. No puedo evitar recordar aquellos tiempos en los que acostumbraba a triplicar, como mínimo, la dosis actual. Después de todo, no eran tan distintos aquellos paseos por Roma que siempre terminaban ante una taza de café en el Chiostro, en San Eustachio o en cualquier taberna de mala muerte del barrio de Trastevere. Que sabor el de aquel café, casi tan eterno como la propia ciudad. Alguien me contó que cuando, allá por el siglo XVII, algunos sacerdotes recomendaron al papa Clemente VIII que prohibiera el café por considerarlo una costumbre impura de los turcos, este, después de probarlo, decidió bautizar la nueva bebida, declarando que sería una lástima dejar ese placer como patrimonio exclusivo de los infieles. 

Para mi el café, además de un placer, es parte inherente de este ritual que supone escribir. Compañero de mesa infatigable, un vaso de café ha velado casi siempre mis textos, esos ratos perdidos entre páginas y renglones, océanos de tinta que daban lugar a palabras repartidas con mayor o menor fortuna, embriones de pensamientos a menudo imprecisos, pero con raíces fuertes. Poco a poco voy recuperando esta sana costumbre, nunca del todo abandonada, pero sin duda un tanto atrofiada por la falta de iniciativa, por los efectos de cierto vacío interno, de cierto anhelo. Un silencio mal fingido, o tal vez la simple necesidad de un barbecho mental, una especie de exilio interior, que me ha ayudado a valorar desde la distancia la necesidad de dictarme apuntes. No me faltan sueños, lecturas ni horizontes. Mi corazón no pasa hambre. No se agotó aún la tinta con la que, poco a poco, sigo pasando estas páginas. Tal vez se trate del mono por la cafeína, pero me inclino mas a pensar, simplemente, en la necesidad de remover mis pensamientos al mismo ritmo que la cucharilla en el interior del vaso. Y aquí estoy. Vuelvo a la primera línea de batalla, a la extraña calidez de esta trinchera. Habrá sin duda horizontes con los que alimentar este cuaderno de bitácora que tiene ganas de volver a navegar tras un largo período en el dique seco. Habrá ideas que exprimir, lecturas que me den aliento, bares en los que guarecerse de la tormenta, encuentros y desencuentros, recuerdos, expectativas, bálsamos y heridas. Y probablemente un vaso de café que llevarme a la boca. Me prometo a mi mismo volver a mirarme en este espejo. Tratar de no faltar a la cita. El otoño ha hecho su parte. Volvemos a levar anclas... 

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