miércoles, 3 de junio de 2009

Cuarto Creciente (De atardeceres, susurros y mesas sin mantel)

Asisto sin prisas a esta escenificación de una tarde cualquiera. Sobre mi pequeña mesa indispuesta, una breve taza de café, una trinchera en forma de posavasos y algunos intentos fallidos de poemas. La rambla se llena de vida al atardecer. Lejos de caer en la trampa que supone la mera descripción, me limitaré a sugerir, simplemente, que los últimos espasmos de luz me desordenan los sentidos. Quizás se deba a este empacho de colores y percepciones. Decido, por tanto, que de aquí hasta la madrugada me limitaré a los poros de la piel. Tal vez porque allí hay poco que perder. Mientras lo pienso en voz baja, un rayo de luz, marchito, impenetrable, equidistante, incendia con su roce estas páginas. De pronto me vuelvo a ver escribiendo sobre papel en llamas. Y lo hago susurrando. Esta mesa no tiene un mantel bajo el que esconderme. Así que el viento se llevará lejos mis perplejidades, mis papeles escritos. Pero no me importa. Porque así podré naufragar a mis anchas, dejarme seducir, inventar un mundo con su cielo a cuestas. Así podré sentirme superviviente, despojarme del óxido que acecha en la mirada, romper algunos tópicos, algunas cadenas. La tarde se me escapará entre las manos sin hacer ruído, sin apenas ceremonias. Y aprovecharé para saciar esta sed de lunas, esta vocación por pintar de agua los límites de un lienzo sin esquinas que no es, ni mas ni menos, que el arrabal de un horizonte por descubrir. Ahora es el destino quien debe mover ficha.

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