jueves, 8 de abril de 2010

Empty Glasses (De vacíos, barras y balances)


El frío no concede tregua en esta tarde. Ahí fuera la niebla sigue devorando los colores, ahogando con su sentencia cualquier intento de la luz por romper la ventana del bar. La tormenta me sorprenderá avivando los rescoldos de las últimas noches, buscando refugio tras los vértices opuestos de esta mesa de madera, tras cuyos límites se abren varios abismos. Resignándome al calor de invernadero. Esta noche no quiero pensar en los azares que me reservará el destino. Me basta con la complicidad que me brindan estos márgenes autoimpuestos, con la sutileza con la que trataré de impregnar el acto de levantar el vaso y brindar con la extensión vacía que se yergue, marchita e impenetrable, al otro lado de la mesa. Estas sillas deshabitadas me recuerdan a fronteras, y de pronto pienso que los arrabales de febrero ganan en tristeza cuando no tengo el mar a mano, escondido en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. Trato de hacer balance, de descubrir si en algún rincón de esta ciudad late un corazón, aunque sea por instinto de supervivencia. Mis manos se cansan de hacer malabarismos, de sujetar el bolígrafo sin que nazcan las palabras, sin que las musas se atrevan a sostenerme la mirada, a devolverme la sonrisa. Es cierto que a veces funcionan algunos tópicos. Sobrevivo en el número 97 del boulevard of broken dreams, rodeado de coches deportivos, cordilleras de hormigón, almas partidas y carcasas de plástico. Sobre la mesa se van amontonando, poco a poco, los vasos vacíos, componiendo la alegoría de mi entorno. Vacío en las miradas, vacío en los espejos de los retrovisores, vacío tras los escaparates de los grandes almacenes. Por todas partes, vacío. A veces pienso que la ciudad apuró de un trago toda su esencia, hasta el último sorbo de un alma rebajada con el agua sucia de la última tormenta. Tal vez baste una bayeta para privar a esta barra de su maquillaje de suspiros, que, abandonados a su suerte sobre una superficie que hoy me sirve de trinchera parecen una colección de cicatrices. Pero nada podré hacer para sacarme de encima esa niebla que sigue esperando ahí afuera, colándose por mis rendijas, afilándose los dientes. Desde lo alto de la mesa, esos vasos vacíos son carne de baldosa. No se si ceder al arrebato de despejar el horizonte de un sólo golpe, empujándolos hasta el abismo para llenar el suelo de cristales y mi piel de nuevas cicatrices. Porque los cristales rotos hacen sangrar la piel cuando se camina descalzo. Tal vez así consiga recordar lo distinto que es sentir el roce de la arena besando cada paso sobre la alfombra de una orilla. Y volver a quedarme mudo frente a un horizonte despejado, frente a un cielo de verdad que llenar con mis bocetos.

1 comentario:

Yandros dijo...

"Desde lo alto de la mesa, esos vasos vacíos son carne de baldosa."
Sencillamente sublime.
Encadenar metáfora tras metáfora de forma que la misma metáfora parezca la propia realidad es algo que me cuesta mucho.
Pero claro, yo soy de ciencias jejeje
Un abrazo primo