domingo, 28 de noviembre de 2010

Lisboa (De mares, fachadas y saudades)

La noche iba quedando atrás mientras aquel viejo tren reptaba perezosamente a través de extensas llanuras que dormían. Desde el andén de Santa Apolonia pude contemplar las fachadas del barrio de Alfama, en las que el tiempo y las lágrimas dejaron huella de su paso. Lisboa me recibía con una luz tenue de mañana adormecida, con una leve llovizna, con el sabor de un buen café que me despertaba, un abrazo de amistad y uno de esos pastelitos de Belem que acaricían el paladar, llenándote la boca de dulces expectativas. Después, tuve cuatro días para pasear y naufragar a mis anchas, para conocer los rincones mágicos de una ciudad que, desde su asiento del estuario, siempre quiso mirar mas allá de los mares que se interponían entre el mundo real y el imaginario. El Mosteiro dos Jeronimos se yergue esbelto en el mismo lugar en el que antaño algunos hombres velaron una noche entera antes de entregarse a los caprichos del océano, antes de emprender un largo viaje hacia lo desconocido que habría de llevarles hasta las costas de la India. Hoy es fácil darse cuenta de que las cosas han cambiado, aunque Lisboa conserva en sus fachadas desgastadas, en sus cuestas adoquinadas, esa extraña sensación de vetusta atemporalidad que llena todos sus rincones. Es como si su reloj se hubiera quedado detenido en algún punto del pasado, mientras que, a su alrededor, el tiempo hubiera seguido su camino hacia delante. Quizás eso explique ese curioso sentimiento que los portugueses llaman saudade, que podría resumirse en la necesidad de mirar hacia atrás con cierta nostalgia, aceptando ese pesar que supone caer en la cuenta de que no se puede recuperar todo lo vivido, de que el pasado seguirá ahí, hiriendo la conciencia al recordarlo, con la impotencia que surge como consecuencia de esas leyes de la física que dictan a las manillas del reloj cierta urgencia por seguir caminando hacia delante. Quizás eso explique a su vez la esencia del fado que se escucha de fondo al doblar algunas esquinas. Y sin embargo, nosotros volvimos a imponer el criterio del presente. Porque entre vaso y vaso de Oporto surgían los recuerdos de lo vivido, las estampas del ayer, pero también las expectativas, los anhelos del mañana, las ganas de vivir, de apurar aquella noche. Brindamos en las calles del Bairro Alto, y sobre los manteles de papel del Dom Pedro, a nuestra salud, por una amistad a la que aún le quedarán algunas páginas por escribir, algunos vasos que dejar vacíos. Quizás no haya llegado aún el momento de vivir de los recuerdos, aunque, de una forma o de otra, pese a la poesía del asunto, no es sano alimentarse del pan duro que a veces es lo único que queda del pasado. Porque debemos escribir nuestra historia cada mañana al despertar, al enfrentarnos vez tras vez al mar embravecido que se extiende a orillas del colchón. Cada día que vivimos afrontamos ese océano de la existencia que puede reservarnos todo tipo de sorpresas y naufragios. Y al mirar atrás recordamos viejas historias de sirenas, piratas o tesoros, o quizás, simplemente, nos limitamos a pensar en las colonias. Depende de nosotros mismos. Pero lo que importa es saber mirar hacia delante, y sobre todo, saber disfrutar de la travesía. Desde los miradores de Lisboa puede contemplarse la ciudad a orillas del Tajo, y ese mar que acecha en la distancia, que puede ser el camino hacia mundos soñados, pero también esa fuerza implacable del destino que se amotina, inundando las calles y dejando tras de si una estela de escombros y vidas ahogadas. Sin embargo, cualquiera puede ver desde allí arriba que Lisboa también se encuentra a orillas del cielo.

2 comentarios:

Julio Lorente dijo...

Para leer escuchando un buen fado. Me ha encantado.

Dámaris dijo...

Me gusta tanto este post...capta perfectamente como late el corazón de uno cuando pasea por Lisboa.